Que el ser humano que ha creado cosas tan extraordinarias como los parques acuáticos y las bibliotecas sea el mismo que también ha diseñado el tetrabrik de zumo que salpica su contenido mientras lo viertes, lo juro, con mucho cuidado sobre la taza del desayuno, es algo que todavía no acabo de entender. Tampoco que el mismo capaz de construir inventos prácticos y decorativos, como los espejos cuando se mira mi marido o mi perro recién peinado, siga sin poder hacer un tendedero más estético. Yo cada vez que espero visitas, incluso cuando creo que podrían presentarse por sorpresa, lo escondo como puedo. He llegado a recoger la ropa antes de que estuviera completamente seca sólo por sacarme ese trasto de en medio. Estos días de lluvia los llevo mal, hay quien cree que mi blusa mojada se debe a que no lleve paraguas, que precisamente dejo en casa para disimular. Cómo explicar que mi cruzada contra los tendederos plegables - y de paso la de mi marido contra las secadoras - me lleve a ir vestida y resfriada.
De momento ninguna prenda de mi armario se ha enmohecido y excepto por el vestido que llevo puesto hoy, tampoco lamentaría demasiado la pérdida. Este es otro de los misterios por resolver: cómo puedo considerarme presumida sin gustarme comprar ropa. Creo que me tomé demasiado en serio la frase de Coco Chanel que decía algo así como que la elegancia es más una cuestión de actitud. Tampoco es que vaya andrajosa por el mundo, porque por suerte tengo una madre a la que le puedo coger prestada la ropa que ella compra religiosamente según la moda de la temporada. Todo lo que no lleva tachuelas, brillantes de plástico, macro-estampados o mensajes provocadores en inglés (que quiero suponer que mi madre no entiende) es susceptible de acabar en uno de mis dos cajones. Me acostumbré a necesitar poco espacio para la ropa cuando viviendo en Ghana tuve que compartir armario con personas y ratones. Las cucarachas estaban más interesadas en la alacena de la cocina, aunque la manía de mirar dentro de los calcetines no se me ha quitado.
Constaté mi desinterés por el vestuario cuando en plena adolescencia mi padre me ofreció su tarjeta de crédito para comprar ropa. La sugerencia me pareció una indirecta, pero aún así yo no cedí. Aceptaba su dinero, pero para comprarme libros. Sabía que mi deseo de ser bibliotecaria se truncaría en competencia con otras de mis vocaciones (en ese momento, ganaba la de ser psicóloga), a pesar de lo cual yo no quería dejar de regentar mi propia biblioteca, por lo que debía empezar a comprar ejemplares sin demora. Cada vez que alguien se iba de viaje, pedía que me trajeran un libro, por eso hoy dispongo de un mueble lleno de páginas escritas en inglés, alemán, griego, francés, finés, noruego y sueco. Este último es una excepción: lo robé de Ikea. Qué ingenuos ellos que piensan que decorando sus Billys y Expedits con libros en un idioma que nadie de Sabadell o Badalona entiende evitan los hurtos. No me conocen.
De momento ninguna prenda de mi armario se ha enmohecido y excepto por el vestido que llevo puesto hoy, tampoco lamentaría demasiado la pérdida. Este es otro de los misterios por resolver: cómo puedo considerarme presumida sin gustarme comprar ropa. Creo que me tomé demasiado en serio la frase de Coco Chanel que decía algo así como que la elegancia es más una cuestión de actitud. Tampoco es que vaya andrajosa por el mundo, porque por suerte tengo una madre a la que le puedo coger prestada la ropa que ella compra religiosamente según la moda de la temporada. Todo lo que no lleva tachuelas, brillantes de plástico, macro-estampados o mensajes provocadores en inglés (que quiero suponer que mi madre no entiende) es susceptible de acabar en uno de mis dos cajones. Me acostumbré a necesitar poco espacio para la ropa cuando viviendo en Ghana tuve que compartir armario con personas y ratones. Las cucarachas estaban más interesadas en la alacena de la cocina, aunque la manía de mirar dentro de los calcetines no se me ha quitado.
Constaté mi desinterés por el vestuario cuando en plena adolescencia mi padre me ofreció su tarjeta de crédito para comprar ropa. La sugerencia me pareció una indirecta, pero aún así yo no cedí. Aceptaba su dinero, pero para comprarme libros. Sabía que mi deseo de ser bibliotecaria se truncaría en competencia con otras de mis vocaciones (en ese momento, ganaba la de ser psicóloga), a pesar de lo cual yo no quería dejar de regentar mi propia biblioteca, por lo que debía empezar a comprar ejemplares sin demora. Cada vez que alguien se iba de viaje, pedía que me trajeran un libro, por eso hoy dispongo de un mueble lleno de páginas escritas en inglés, alemán, griego, francés, finés, noruego y sueco. Este último es una excepción: lo robé de Ikea. Qué ingenuos ellos que piensan que decorando sus Billys y Expedits con libros en un idioma que nadie de Sabadell o Badalona entiende evitan los hurtos. No me conocen.