Continuación de El calcetín rojo
Justo cuando estaba a punto de encontrarlo, sonó el timbre. Si hubiera estirado un poco más la mano habría alcanzado ambos calcetines, escondidos en el hueco que separa el canasto de la ropa sucia de la lavadora. Ya no se acordaba de que la última vez que los utilizaron se mancharon de vino. El timbre volvió a sonar. A esas horas sólo podía ser Bruno que se habría dejado las llaves en el despacho. Efectivamente, su marido estaba en la puerta y llevaba una caja en la mano. Desde que lo conocía, Bruno se había aficionado a coleccionar montones de cosas sin valor: sobres de azúcar, botes de tomate caducado o páginas de diario que contuvieran palabras y temas seleccionados que se renovaban cada cinco años. Había llegado a abrir una cuenta en Ebay para intercambiar, comprar o vender sus basurillas, que así era como las llamaba Julia cuando se hartaba de encontrárselas por casa.
Bruno no esperaba ningún paquete. Tampoco ella había hecho ningún pedido últimamente. Por el tamaño sólo podría haber sido una bomba o un libro. No había remitente y las únicas indicaciones escritas en el cartón de la caja estaban en ruso. Julia sabía hablarlo. Nadie se creía que lo había aprendido a base de comer ensaladilla. Desde los 10 a los 27 años, sólo comió ensaladilla rusa para desayunar, almorzar, merendar y cenar. Un día, pasados ya cinco años de tanta monotonía culinaria, Julia fue a comprarse unas medias de lana. Entró en la tienda saludando en ruso. Al principio no sabía ni de qué idioma se trataba, pero a medida que se sucedían las semanas, su vocabulario iba aumentando. Dominaba números, colores y partes del cuerpo. Luego empezó también a conjugar tiempos verbales. Cuando a los 27 años ya no le quedó más ruso que aprender, empezó a devorar el sushi a todas horas. Ahora tenía 29 y todavía no sabía una sola palabra en japonés, pero tenía esperanzas de que la gastronomía funcionara también esta vez como un medio de contagio idiomático.
Ya sentados en el sofá, Bruno miraba con expectación a Julia. ¿Qué decía el paquete? Julia se lo leyó: “Что такое любовь?” Ante la cara de tonto de su marido, comprendió que no lo había traducido. Le pasaba a veces, cambiaba de idioma sin darse cuenta y sólo se percataba del despiste por las expresiones faciales de sus interlocutores. Volvió a probar: “¿Qué es el amor?”
Dentro, efectivamente, un libro: La sonata Kreutzer de León Tolstoi, un CD de Beethoven y un billete de tren con un nombre y una dirección apuntada al dorso: Mauricio. Calle del boticario, 25, Biakpa.
Justo cuando estaba a punto de encontrarlo, sonó el timbre. Si hubiera estirado un poco más la mano habría alcanzado ambos calcetines, escondidos en el hueco que separa el canasto de la ropa sucia de la lavadora. Ya no se acordaba de que la última vez que los utilizaron se mancharon de vino. El timbre volvió a sonar. A esas horas sólo podía ser Bruno que se habría dejado las llaves en el despacho. Efectivamente, su marido estaba en la puerta y llevaba una caja en la mano. Desde que lo conocía, Bruno se había aficionado a coleccionar montones de cosas sin valor: sobres de azúcar, botes de tomate caducado o páginas de diario que contuvieran palabras y temas seleccionados que se renovaban cada cinco años. Había llegado a abrir una cuenta en Ebay para intercambiar, comprar o vender sus basurillas, que así era como las llamaba Julia cuando se hartaba de encontrárselas por casa.
Bruno no esperaba ningún paquete. Tampoco ella había hecho ningún pedido últimamente. Por el tamaño sólo podría haber sido una bomba o un libro. No había remitente y las únicas indicaciones escritas en el cartón de la caja estaban en ruso. Julia sabía hablarlo. Nadie se creía que lo había aprendido a base de comer ensaladilla. Desde los 10 a los 27 años, sólo comió ensaladilla rusa para desayunar, almorzar, merendar y cenar. Un día, pasados ya cinco años de tanta monotonía culinaria, Julia fue a comprarse unas medias de lana. Entró en la tienda saludando en ruso. Al principio no sabía ni de qué idioma se trataba, pero a medida que se sucedían las semanas, su vocabulario iba aumentando. Dominaba números, colores y partes del cuerpo. Luego empezó también a conjugar tiempos verbales. Cuando a los 27 años ya no le quedó más ruso que aprender, empezó a devorar el sushi a todas horas. Ahora tenía 29 y todavía no sabía una sola palabra en japonés, pero tenía esperanzas de que la gastronomía funcionara también esta vez como un medio de contagio idiomático.
Ya sentados en el sofá, Bruno miraba con expectación a Julia. ¿Qué decía el paquete? Julia se lo leyó: “Что такое любовь?” Ante la cara de tonto de su marido, comprendió que no lo había traducido. Le pasaba a veces, cambiaba de idioma sin darse cuenta y sólo se percataba del despiste por las expresiones faciales de sus interlocutores. Volvió a probar: “¿Qué es el amor?”
Dentro, efectivamente, un libro: La sonata Kreutzer de León Tolstoi, un CD de Beethoven y un billete de tren con un nombre y una dirección apuntada al dorso: Mauricio. Calle del boticario, 25, Biakpa.
Ejercicio de escritura: La caja misteriosa