Hasta los seis años viví en un piso que tenía en el comedor unas cortinas de hilo bordado. Todavía las recuerdo colgando de una barra metálica negra, tapando las ventanas que daban a una plaza con quiosco, bar, ultramarinos - una palabra que no había caído en desuso entonces - y callejón de los gitanos. Así lo llamábamos, no por maldad, sino porque efectivamente había una colonia de familias que, a pesar de la estrechez de la calle, parecía tener una vida social muy animada: todas las tardes salían con su silla de playa a comer pipas hasta que se hacía la hora del Telecupón. La calle donde vivían mis abuelos estaba justo detrás, y así fuera por envidia, también todas las tardes las vecinas salían a tomar el aire. Expresión que me fascina y que me imagino surgió cuando la pobreza generalizada no permitía ir a tomar cafés o cervezas y, mucho menos, cubatas.
El caso es que durante esa época desarrollé una asociación muy surrealista entre las cortinas de hilo y mi bisabuela Angelina. Siempre que las miraba se me aparecía su cara arrugadita, e incluso hoy en día cuando veo venecianas me acuerdo de ella. Le he dado muchas vueltas a tan extraño nexo y sigo sin encontrar una respuesta racional. Puede que las cortinas fueran un regalo de Angelina a mis padres para su boda, incluso que ella misma las bordara, aunque no me la imagino haciéndolo con esos dedos blanditos que se le quedaron de apretar tantas veces las cuentas del rosario. A parte de este cortocircuito neuronal, no hay nada más en mi mente que Freud pudiera considerar digno de psicoanálisis. Soy de las que relaciona el azul con el cielo, las nubes con el algodón y las flores pequeñas y blancas con los ataúdes, pero eso es sólo porque mi madre siempre decía que esas flores silvestres que yo recogía olían a muerto. Para mi boda tuve mucho cuidado de escoger flores blancas muy grandes, gigantes, no fuera a ser que alguien se confundiera con el olor y pensara estar en un funeral. Nadie me dio el pésame, así que supongo que elegí correctamente el tamaño, además del marido.
Mi relación con las cortinas no acaba aquí. Debo ser la única con tantas cosas para contar de un pedazo de tela. Cuando a los siete años nos mudamos de casa, mi habitación tenía una ventana que daba a un jardín comunitario. La cortina era un estor de color amarillo chillón que tenía a tramos simétricos unas varillas sobre las que se recogía. Al final de la cortina, dentro de las costuras, había un cilindro metálico que servía de contrapeso y que podía extraerse para facilitar la limpieza. No recuerdo qué día de terror infantil decidí que la mejor arma de la que disponía a mano en caso de ataque extraterrestre, fantasmagórico, del coco o del hombre del saco era ese trozo de hierro que apenas podía manejar sin cortarme con los bordes afilados. Había ensayado incluso la manera más rápida de desenfundar la barra, no fuera a ser que los agresores imaginarios me cogieran desprevenida. Era tanta mi destreza, que si en un mundo paralelo hubiera tenido que hacer frente a un duelo de cowboys, estoy segura de que con mis maniobras, no hubiera sido yo la muerta por un disparo.
El caso es que durante esa época desarrollé una asociación muy surrealista entre las cortinas de hilo y mi bisabuela Angelina. Siempre que las miraba se me aparecía su cara arrugadita, e incluso hoy en día cuando veo venecianas me acuerdo de ella. Le he dado muchas vueltas a tan extraño nexo y sigo sin encontrar una respuesta racional. Puede que las cortinas fueran un regalo de Angelina a mis padres para su boda, incluso que ella misma las bordara, aunque no me la imagino haciéndolo con esos dedos blanditos que se le quedaron de apretar tantas veces las cuentas del rosario. A parte de este cortocircuito neuronal, no hay nada más en mi mente que Freud pudiera considerar digno de psicoanálisis. Soy de las que relaciona el azul con el cielo, las nubes con el algodón y las flores pequeñas y blancas con los ataúdes, pero eso es sólo porque mi madre siempre decía que esas flores silvestres que yo recogía olían a muerto. Para mi boda tuve mucho cuidado de escoger flores blancas muy grandes, gigantes, no fuera a ser que alguien se confundiera con el olor y pensara estar en un funeral. Nadie me dio el pésame, así que supongo que elegí correctamente el tamaño, además del marido.
Mi relación con las cortinas no acaba aquí. Debo ser la única con tantas cosas para contar de un pedazo de tela. Cuando a los siete años nos mudamos de casa, mi habitación tenía una ventana que daba a un jardín comunitario. La cortina era un estor de color amarillo chillón que tenía a tramos simétricos unas varillas sobre las que se recogía. Al final de la cortina, dentro de las costuras, había un cilindro metálico que servía de contrapeso y que podía extraerse para facilitar la limpieza. No recuerdo qué día de terror infantil decidí que la mejor arma de la que disponía a mano en caso de ataque extraterrestre, fantasmagórico, del coco o del hombre del saco era ese trozo de hierro que apenas podía manejar sin cortarme con los bordes afilados. Había ensayado incluso la manera más rápida de desenfundar la barra, no fuera a ser que los agresores imaginarios me cogieran desprevenida. Era tanta mi destreza, que si en un mundo paralelo hubiera tenido que hacer frente a un duelo de cowboys, estoy segura de que con mis maniobras, no hubiera sido yo la muerta por un disparo.