De pequeña quería ser cantante. Todas eran tan bonitas que pensaba que si conseguía afinar la voz y entonar bien una canción me convertiría en una mujer bella. No es que tuviera complejos entonces, tampoco los tengo ahora, pero a los ocho años ya intuía que tenía la nariz demasiado grande, los ojos demasiado pequeños, una altura por debajo de la media y tan pocas carnes, que imaginar que años más tarde tenía que salirme pecho estaba fuera de toda lógica. En cambio las cantantes eran modelos de perfección. Todavía tardé muchos años en saber que parte de su encanto residía en el maquillaje, en el vestuario y en la puesta en escena, pero en esa época yo las miraba y babeaba casi tanto como un hombre. Todavía pienso que si hubiera conseguido ser cantante, hoy sería más guapa. Aunque la verdad es que no sé si sería tan lista, y no lo digo porque también piense que las cantantes sean tontas, sino porque estoy segura de que la sabiduría popular tiene razón cuando afirma que “el hambre agudiza el ingenio”, en mi caso y por suerte, sólo el hambre de ser diferente, de destacar en algo. Descartado mi físico, puse grandes esperanzas en ser buena dibujando, y hasta gané un concurso de barrio que tenía como premio un xilofón, lo que me llevó a probar también con la música de percusión hasta que perdí una baqueta.
Pero el gran descubrimiento llegaría un día del que no tengo ni un sólo recuerdo: no sé cuando leí mi primer poema. Lo que sí tengo muy presente es la sensación que me embargaba al leer los poemas para niños de Federico García Lorca o de Gloria Fuertes. No creo que entendiera nada de lo que contaban, pero sé que podía leerlos en voz alta, que tenían ritmo, algunos hasta estribillo, y que la gente decía: ¡Mira qué bien lee la niña! sin burlarse de mi voz de pito. A veces hasta me disfrazaba y me pintarrajeaba la cara, cogía un micrófono imaginario y me presentaba como lo hacían en las galas de TVE1 las folclóricas. Yo ya sabía entonces que eso sería lo más cerca que estaría nunca de ser cantante. Cuando el repertorio de poesía infantil se me acabó, empecé yo misma a escribir. No iba a dejar que nada me apartara de los escenarios. Fue así como se fraguó mi afición por la escritura y quizás también mi aversión por toda la música que no sea la ópera o el jazz, supongo que porque sé que incluso aunque hubiera tenido talento, nunca hubiera podido ser gorda o negra.