jueves, 10 de octubre de 2013

El calcetín rojo

Julia se preguntaba si de haber nacido unos días más tarde su madre la hubiera llamado Agosta. Se alegraba de no haber sido bautizada con ese horrible nombre, aunque a veces fantaseaba con haber nacido en primavera y llamarse Maya. Imaginaba que con ese nombre le quedarían mejor las camisas verdes que a ella le encantaban pero que nunca se ponía porque su marido le decía que con ese color parecía un calabacín. Si otras veces le decía que parecía un pepino sólo era porque Bruno no sabía distinguir una hortaliza de otra. A pesar de su ineptitud diferenciando verduras, Bruno era un genio reconociendo los números de las matrículas. Le asombraba cuando en medio de la autopista decía, como si nada, que el coche que les adelantaba era el mismo que había estado aparcado el jueves delante de la tienda de telescopios. Tanto o más como identificar matrículas, Bruno sabía perder calcetines.

El miércoles 9 de octubre Julia pasó una hora buscando el calcetín rojo, pareja del calcetín azul aguamarina que hacían servir de marionetas para tratar cuestiones incómodas. Julia solía usar el calcetín rojo para comunicarle a Bruno cosas sobre sexo o dinero, sobre todo cuando se había gastado mucho en algo fuera del presupuesto. Mientras lo hacía, ponía una voz de niña que encajaba muy bien con los ojo-botones del calcetín, que acababa teniendo un aspecto tan cándido como el de un cachorro de gato. Bruno utilizaba el azul con la misma técnica pero, en su caso, para pedirle permiso para irse con sus amigos al fútbol o de copas.

Ahora Julia necesitaba urgentemente el calcetín rojo, era cuestión de vida o muerte encontrarlo. Si no lo hacía nunca podría contarle a su marido que también había perdido el calcetín azul, lo que les condenaba a tener que manejar por sí mismos los temas embarazosos. 


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Ejercicio de escritura: El calcetín rojo