Decía el poeta persa Saadi que los idiotas tienen 100 veces menos ganas de encontrar un maestro que éste de encontrarse con ellos. Precisamente todo lo contrario del mito que sostiene que los sabios son unos antisociales. Yo no he conocido a muchos, la verdad. Siempre había pensado que es porque no quieren salir de su cueva (en los Himalayas, por supuesto) para dignarse a hablar con ignorantes que les podrían intoxicar con comentarios sobre programas como Mujeres y Hombres y Viceversa. Después de leer a Saadi ya no lo tengo tan claro, y hasta empiezo a sospechar que quizás he sido yo la que haya rehuido su presencia, no fuera a ser que revelaran que no soy tan lista como creo (ni mucho menos como cree mi padre).
Eso me ha pasado este verano, cuando se hizo manifiesta mi incapacidad para aprender a jugar al ajedrez. Después de intentarlo durante un par de tardes en las que, lo confieso, no rompí el tablero porque no era mío, decidí que ese juego no era divertido. Como ya imaginaba, el parchís es un juego mucho más interesante, no sólo porque las partidas que jugaba con mi abuela me consagran a un nivel casi experto, sino que de encontrarme con un jugador más avanzado, siempre podría alegar que el factor suerte no estuvo a mi favor. El ajedrez no es un juego de azar, así que la excusa no me sirve y aunque dice mi marido que él no es tan bueno como a mí me parece - lo que, de algún modo, justificaría mis derrotas - sé que esconde libros en los que se explican como hacer aperturas semiabiertas, defensas sicilianas y enroques largos. En cualquier caso, al final logré aprender a jugar a las damas y hasta gané alguna partida, evidentemente sin trampas.
No siempre resulta así de sencillo apreciar hasta qué punto somos nosotros mismos los que retrasamos y entorpecemos nuestro crecimiento (mientras culpamos a otros de nuestra ignorancia). A mí me ha costado algunos berrinches cuadriculados y un par de apuestas perdidas - que tendré que pagar lavando platos -, darme cuenta de que he renunciado durante mucho tiempo a arriesgarme a salir de mi zona de confort. No sé hasta dónde me llevará mi nueva aventura con lo desconocido, de lo que estoy segura es de que descubriré que yo no era quien pensaba, sino mucho más y quién sabe si hasta dejaré de ser disléxica con los números, aprenderé a tocar la guitarra, escribiré por fin un libro o seré capaz de mostrarme cariñosa en directo, sin poemas de por medio.
Todo ello sin olvidar dominar las aperturas semiabiertas, las defensas sicilianas y los enroques largos para ganar a mi marido, una partida tras otra, al maldito ajedrez.
Eso me ha pasado este verano, cuando se hizo manifiesta mi incapacidad para aprender a jugar al ajedrez. Después de intentarlo durante un par de tardes en las que, lo confieso, no rompí el tablero porque no era mío, decidí que ese juego no era divertido. Como ya imaginaba, el parchís es un juego mucho más interesante, no sólo porque las partidas que jugaba con mi abuela me consagran a un nivel casi experto, sino que de encontrarme con un jugador más avanzado, siempre podría alegar que el factor suerte no estuvo a mi favor. El ajedrez no es un juego de azar, así que la excusa no me sirve y aunque dice mi marido que él no es tan bueno como a mí me parece - lo que, de algún modo, justificaría mis derrotas - sé que esconde libros en los que se explican como hacer aperturas semiabiertas, defensas sicilianas y enroques largos. En cualquier caso, al final logré aprender a jugar a las damas y hasta gané alguna partida, evidentemente sin trampas.
No siempre resulta así de sencillo apreciar hasta qué punto somos nosotros mismos los que retrasamos y entorpecemos nuestro crecimiento (mientras culpamos a otros de nuestra ignorancia). A mí me ha costado algunos berrinches cuadriculados y un par de apuestas perdidas - que tendré que pagar lavando platos -, darme cuenta de que he renunciado durante mucho tiempo a arriesgarme a salir de mi zona de confort. No sé hasta dónde me llevará mi nueva aventura con lo desconocido, de lo que estoy segura es de que descubriré que yo no era quien pensaba, sino mucho más y quién sabe si hasta dejaré de ser disléxica con los números, aprenderé a tocar la guitarra, escribiré por fin un libro o seré capaz de mostrarme cariñosa en directo, sin poemas de por medio.
Todo ello sin olvidar dominar las aperturas semiabiertas, las defensas sicilianas y los enroques largos para ganar a mi marido, una partida tras otra, al maldito ajedrez.