Continuación de Mabel, la mujer fantástica I
De pequeña, Mabel se había imaginado un montón de veces que un monstruo salía de debajo de la cama para arrancarle cualquier extremidad que asomara fuera del colchón. Se podría decir que durante mucho tiempo se acostumbró a dormir en un perímetro invisiblemente vallado para su seguridad mental. Si alguna vez durante la noche se daba una vuelta para acomodar la postura, y si esa vuelta la llevaba al precipicio de la cama y con el sueño un brazo se resbalaba por las sedosas sábanas hasta el suelo, entonces se despertaba alertada, sabiendo que había dado al monstruo de debajo de la cama pistas suficientes para saber que encima de ella había una niña apetecible y asustada. Todo eso le llevó a dormir pegadita a la pared, tanto que a veces por la mañana, cuando su madre la despertaba, se la encontraba encajada entre el tabique y la cama, también a punto de caerse pero por un lado que, por algún extraño motivo, a la niña Mabel no le parecía peligroso. Así, prefería dormir en ese nidito que se hacía todas las noches, dejando el resto del colchón para su muñeca, que tenía la suerte de dormía a pierna suelta. La niña Mabel, además, tenía claro que había que dormir cubierta, idealmente por el edredón, pues eso reducía las posibilidades de ser atacada por otras amenazas nocturnas, como la que representaba el contacto con el aire oscuro de la habitación, que a su modo de ver podía estar cargado de otros monstruillos incorpóreos que se le podían adherir a la piel y chupar la sangre. Os podéis imaginar el susto que le daba rozarse con algo que no esperara. Por ejemplo, si por casualidad un globo de helio que tuviera atado a la cabecera de la cama -de esos que tras mucho insistir su padre le compraba en la feria- se estuviera desinflando, tanto que empezara a desplomarse, y en su caída tocara levemente la frente de Mabel, entonces también se despertaba sobresaltada y automáticamente tiraba de la colcha hasta taparse por completo. Más de una vez estuvo a punto de morir asfixiada, aunque ese riesgo real no fuera contemplado por la niña como un verdadero peligro, porque a su edad lo más normal era pensar que podías fallecer por la mordedura de un fantasma, el desmembramiento ocasionado por un monstruo o el envenenamiento causado por aceptar comida del hombre del saco, nada más.
De pequeña, Mabel se había imaginado un montón de veces que un monstruo salía de debajo de la cama para arrancarle cualquier extremidad que asomara fuera del colchón. Se podría decir que durante mucho tiempo se acostumbró a dormir en un perímetro invisiblemente vallado para su seguridad mental. Si alguna vez durante la noche se daba una vuelta para acomodar la postura, y si esa vuelta la llevaba al precipicio de la cama y con el sueño un brazo se resbalaba por las sedosas sábanas hasta el suelo, entonces se despertaba alertada, sabiendo que había dado al monstruo de debajo de la cama pistas suficientes para saber que encima de ella había una niña apetecible y asustada. Todo eso le llevó a dormir pegadita a la pared, tanto que a veces por la mañana, cuando su madre la despertaba, se la encontraba encajada entre el tabique y la cama, también a punto de caerse pero por un lado que, por algún extraño motivo, a la niña Mabel no le parecía peligroso. Así, prefería dormir en ese nidito que se hacía todas las noches, dejando el resto del colchón para su muñeca, que tenía la suerte de dormía a pierna suelta. La niña Mabel, además, tenía claro que había que dormir cubierta, idealmente por el edredón, pues eso reducía las posibilidades de ser atacada por otras amenazas nocturnas, como la que representaba el contacto con el aire oscuro de la habitación, que a su modo de ver podía estar cargado de otros monstruillos incorpóreos que se le podían adherir a la piel y chupar la sangre. Os podéis imaginar el susto que le daba rozarse con algo que no esperara. Por ejemplo, si por casualidad un globo de helio que tuviera atado a la cabecera de la cama -de esos que tras mucho insistir su padre le compraba en la feria- se estuviera desinflando, tanto que empezara a desplomarse, y en su caída tocara levemente la frente de Mabel, entonces también se despertaba sobresaltada y automáticamente tiraba de la colcha hasta taparse por completo. Más de una vez estuvo a punto de morir asfixiada, aunque ese riesgo real no fuera contemplado por la niña como un verdadero peligro, porque a su edad lo más normal era pensar que podías fallecer por la mordedura de un fantasma, el desmembramiento ocasionado por un monstruo o el envenenamiento causado por aceptar comida del hombre del saco, nada más.
Todas esas precauciones la habían mantenido viva, pero nunca hasta entonces había pensado que los monstruos, o en este caso chinos negros, podían salir de los espejos. Tendría que empezar a revisar de cuántos otros lugares podían surgir hombres, mujeres, animales y otras bestias, no fuera el caso que un día, concentrada en sacar el polvo de la estantería de su habitación, se viera atacada por indios finlandeses o elefantes del Polo Norte aparecidos del hueco de los jarrones sin flores, o de los agujeros de las tomacorrientes de los enchufes.
El chino negro resultó ser un keniata de padre taiwanés que hablaba suahili. Se llamaba Jambo y le explicó su historia a través de un intérprete que Mabel localizó esa misma noche. No podía permitir que un extraño se quedara a dormir en su casa sin al menos saber su nombre para dirigirse a él y decirle que el termo no funcionaba muy bien, y que si quería ducharse por la mañana tendría que ser paciente con el agua caliente, que aunque tardaba en llegar, aparecía justo antes de que se empezaran a congelar los pies. Mabel se acordó que durante su paso por la facultad había tenido un profesor que los alumnos apodaron Indiana porque era igual que el héroe de las películas de aventuras, un naturalista y expedicionario fuera de horas lectivas que se pasaba medio año en el cuerno de África conviviendo con las últimas tribus de cazadores-recolectores. Mientras el chino negro se tomaba su te verde tranquilamente, como si no hubiera surgido de repente de un espejo en una casa de una calle de Terrassa, Mabel llamó a su antigua universidad para averiguar cómo contactar con el profesor Indiana. Seguía en activo, aunque no le podían facilitar su teléfono personal, pero sí una página web que el profesor mantenía y en la que publicaba fotografías y anécdotas de sus viajes. Allí encontró un teléfono móvil que no tardó en marcar, aunque no supiera exactamente qué le diría después de que el profesor Indiana descolgara, si Mabel tenía suerte y no estaba de viaje. No fue tan difícil, parecía como si al experimentado docente no le sorprendiera en absoluto la historia, como si ya hubiera visto tantas cosas después de recorrer medio mundo que ésa sólo fuera otra más. En cualquier caso, el profesor Indiana accedió a visitar a su vieja alumna de inmediato y la traducción de la conversación con Jambo dejó a Mabel con más preguntas que antes, cuando sólo tenia un chino negro sentado en su cocina, misteriosamente aparecido en su comedor y no un hombre que, además, decía ser fruto de la imaginación de un escritor llamado Harry Dombrowski, que se había gastado una fortuna en la compra de una impresora 3D último modelo, capaz de encarnar los personajes de sus cuentos, siempre que estuvieran descritos minuciosamente.
Sigue en Mabel, la mujer fantástica III
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