Mabel aguzó el oído. Estaba segura de que detrás del espejo alguien hablaba en chino. Después de escudriñar infructuosamente el reflejo en busca de alguna persona de ojos rasgados que no fuera ella -que no era china pero tenía ojos miopes y astigmáticos-, pegó la oreja al espejo y confirmó que allí detrás -o allí dentro, no estaba muy segura- había alguien que hablaba en chino. Hay que aclarar que a Mabel, de casi cincuenta años y que a duras penas aprendió cuatro frases de francés en la escuela, todos los idiomas que no fueran el suyo le sonaban a chino, así que podía estar oyendo alemán, inglés o incluso francés, pues hacía tanto tiempo que lo había olvidado que bien podría estar confundiéndolo con el mandarín. En cualquier caso, su ineptitud lingüística no la amedrentó y trató de comunicarse con el interlocutor a través de muecas y gestos. De hecho eso no se le daba nada mal, sobre todo después de haber practicado el fin de semana anterior en una maratoniana partida en la que le tocó representar con mímica a Clint Eastwood en El Gran Torino, a Elisabeth Taylor en La gata sobre el tejado de zinc, al supuesto Jesús de La vida de Brian y hasta a Frodo Bolsón.
Tras quince minutos de conversación, Mabel empezó a reírse a carcajadas. El chino tenía gracia, todavía no entendía nada de lo que a duras penas le llegaba como una voz amortiguada, pero a cada gesto que ella hacía él respondía con alguna palabra distinta que a la mujer le recordaban los insultos catalanes del Capitán Haddock, hasta la entonación cuadraba con la que en su imaginación ponía el marinero cuando renegaba: “onicòrfor, pirata del cel, fil·loxera, extracte de cretí momificat!” Siguió así unos minutos más hasta que, al gesticular ella como si fuera un renacuajo metamorfoseándose en rana, le pareció oír su favorito, “croqueta de cuscús!”, y entonces ya no pudo más, empezó a llorar de la risa y tuvo que ir a buscar un trozo de papel higiénico para arreglarse el rimel que se había puesto esa mañana, poco antes de descubrir al involuntario tintinófilo escondido en el espejo.
Mabel se sentó en la butaca orejera del salón para reponerse un poco y fue entonces cuando se dio cuenta de que con tanto alboroto estaba llegando tarde a trabajar, y por muy misterioso que hubiera sido su encuentro matutino tenía que irse corriendo si no quería que por primera vez desde el cinco de julio del 2000, los ciudadanos de Terrassa se quedaran sin la música del carillón que desde las diez de la mañana hasta las siete de la tarde tocaba los cuartos y las horas todos los días del año. Con un poco de pesar, dejó al chino en su cárcel de cristal, esperando que a la vuelta siguiera allí. Con lo que no contaba Mabel, era con encontrárselo en carne y hueso sirviéndose una taza de te verde, tranquilamente sentado en el taburete de la cocina y con que el chino, en realidad fuera negro.
Sigue en Mabel, la mujer fantástica II
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