Julio siempre ha sido un mes especial. No en vano, dentro de unos días hará casi 29 años que nací. La celebración siempre era compartida por toda la familia, pues normalmente también era el día en que se cogían las vacaciones. Todavía recuerdo a mis padres colocando las maletas en el coche. Más de una vez mi madre tenía que sacar todo lo que mi padre había puesto previamente, de otro modo, no hubiéramos aprovechado el espacio como lo hacíamos. Y si digo que entre mi hermana y yo había neveras de playa o esterillas no creo que la memoria me engañe demasiado. Pudieran también haber sido sombrillas o cestas de comida, pero en cualquier caso, el maletero colonizaba todo el coche. El destino era un camping donde pasé los veranos de mi infancia. No creo que haya nada mejor para un niño que un lugar donde puedes ir prácticamente sólo a la piscina, coger la bicicleta para comprar helados, recibir dinero por lavar los platos de los vecinos o hacer cabañas en la parte trasera de las caravanas.
Julio también ha sido siempre un mes de impaciencia. Esperar el día del cumpleaños, los regalos, las jornadas maratonianas de playa… Debo reconocer que este es uno de mis mayores defectos: las prisas. Muy pocas veces he sabido callarme las sorpresas, me cuesta horrores hacer cola, si me dan visita en el médico para dentro de más de dos semanas me desespero y, por supuesto, los muebles de Ikea nunca han estado más de tres horas en sus cajas: hasta altas horas de la madrugada he tenido a mi marido montando Billys, Expedits o taladrando paredes para colgar cortinas. Él teme los días en que le digo que “he tenido una idea”, porque sabe que sea lo que sea no va pasar ni una a mañana hasta que la ponemos en práctica, a lo sumo una tarde si tengo que convencerle. No se crean que me enorgullezco de este ímpetu.
Julio también ha sido siempre un mes de impaciencia. Esperar el día del cumpleaños, los regalos, las jornadas maratonianas de playa… Debo reconocer que este es uno de mis mayores defectos: las prisas. Muy pocas veces he sabido callarme las sorpresas, me cuesta horrores hacer cola, si me dan visita en el médico para dentro de más de dos semanas me desespero y, por supuesto, los muebles de Ikea nunca han estado más de tres horas en sus cajas: hasta altas horas de la madrugada he tenido a mi marido montando Billys, Expedits o taladrando paredes para colgar cortinas. Él teme los días en que le digo que “he tenido una idea”, porque sabe que sea lo que sea no va pasar ni una a mañana hasta que la ponemos en práctica, a lo sumo una tarde si tengo que convencerle. No se crean que me enorgullezco de este ímpetu.
Para mi la paciencia siempre había sido una de esas virtudes menores: la de los perdedores que se resignan a esperar otra carrera. Hace años escuché de uno de mis mejores maestros que “la paciencia es la ciencia de la paz” y entonces me rebelé un poco, porque eso me convertía en una mujer muy diestra en las artes de la guerra, pero después de la reacción inicial, me permití darle una oportunidad al significado. Poco más tarde descubrí la oración de Santa Teresa de Jesús “Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene, nada le falta, sólo Dios basta”. Antes de que los ateos y agnósticos (impacientes) la descarten, considérenla aunque para ello tengan que amputar las referencias espirituales. Vean que entonces la paciencia es capaz de llegar hasta las grietas más profundas de nuestro dolor, de nuestra ansiedad o de nuestras preocupaciones. Creo que merece ser valorada como una de las pocas panaceas efectivas pero no si se aplica como el que sólo espera que la angustia desaparezca por efecto del tiempo, sino sólo si se usa como el que vive con paz los acontecimientos que todavía no han llegado o que todavía no se han ido.
La paciencia también me ha enseñado que no todo el tiempo de espera es tiempo perdido, sólo aquel que, parafraseando libremente a Tagore, pasamos deseando obtener refugio para los peligros y no para dejar de temerlos, sólo aquel que pasamos rogando calmar nuestro dolor y no rogando tener fuerza para vencerlo, sólo es perdido, en definitiva, el tiempo que suplicamos, llenos de angustia y de temor, por nuestra salvación, sin confiar en que podemos y debemos ganar nuestra libertad.
La paciencia también me ha enseñado que no todo el tiempo de espera es tiempo perdido, sólo aquel que, parafraseando libremente a Tagore, pasamos deseando obtener refugio para los peligros y no para dejar de temerlos, sólo aquel que pasamos rogando calmar nuestro dolor y no rogando tener fuerza para vencerlo, sólo es perdido, en definitiva, el tiempo que suplicamos, llenos de angustia y de temor, por nuestra salvación, sin confiar en que podemos y debemos ganar nuestra libertad.
Artículo publicado en el Diario de Terrassa el 16 de julio de 2013