miércoles, 11 de diciembre de 2013

La vida secreta de las cosas: alas y bicicleta

Sólo por alas cambiaría mi bicicleta, y de arcángel o de gaviota, no se crean, que a mi las de mosca no me tientan. Ah, y sólo si fueran plegables, claro, para que en el ascensor no se me quedaran apresadas con la puerta, y en el cine no tuviera que pagar por las butacas caras. Lo ideal sería que pudiera ponérmelas y sacármelas, que combinaran con la ropa - si existieran en diversos colores ya sería la bomba - y que el mantenimiento consistiera en dejarlas acariciar por los terrestres recelosos, a los que les permitiría probar mis alas un rato, para que se convencieran de que funcionan y de que aunque en las alturas hace más frío, si eres capaz de rebasar las nubes, el sol te calienta tanto que hay que ir con cuidado de que no se derritan las targetas de crédito y el carné de la biblioteca.

Al principio, les seguiría diciendo, te pierdes mucho. En el cielo no ha llegado aún la urbanización, y entre las corrientes convectivas y los anticiclones si te descuidas puede que de regreso del trabajo a tu casa acabes en Francia o en Bélgica. Les contaría que yo un día acabé en Praga, justo encima del Puente de Carlos y eso que yo sólo pretendía ir de Terrassa a Cadaqués. Luego, continuaría explicándoles, cuando las artes del vuelo ya te son conocidas y hasta compites en acrobacias con las golondrinas, sigues llegando tarde a los sitios, lo que prueba que la expresión “vengo volando” sólo la pudo inventar alguien que, como mucho, se arrastraba por el suelo. Y es que cuando tienes alas, no apetece nada aterrizar, siempre hay buenos motivos por los que seguir volando así hayas pasado tu destino hace rato: yo me entretendría en acompañar a las aves migratorias (sólo de norte a sur), en buscar siempre puestas de sol y cuando me sobrara mucho tiempo, en tratar de econtrar a Dios. Por la noche me uniría a los murciélagos con cuidado de no encontrarme a Drácula pero ansiosa por encontrarme a Santa Claus.