jueves, 9 de mayo de 2013

Confieso que me río sola

Sólo una vez me he confesado delante de un sacerdote. Lo hice obligada porque en la escuela religiosa donde estudié de pequeña, se hacían misas de tanto en tanto y en una de ellas la confesión precedió la hostia, la de pan ácimo, no me mal interpreten, pues no llegaron a tanto mis pecados como para recibir un bofetón. Debía tener unos 12 años y aunque no recuerdo exactamente qué le expliqué al cura, no se me ha borrado la sensación de estar en la cola revisando si mis malas acciones eran dignas de ser reveladas. Creo que descarté no acabarme la comida del plato por considerarla demasiado ridícula, incluso para mí que era una de esas buenas estudiantes con gafas. Me imagino que al final le conté al cura vaguedades: no hacer siempre caso a los padres, hablar mal de alguna niña a sus espaldas, enfadarme con mi hermana y hasta no atender suficientemente a mi perro.

Después de esta experiencia, he oído muchas veces la palabra pecado y siempre me ha parecido que se abusa de ella en las iglesias y que si hiciéramos un análisis lexicométrico estaría en las primeras posiciones del discurso, muy por delante de la fe o del amor. En cualquier caso hace poco que me reconcilié con el inquietante vocablo. Descubrí que la esencia del pecado no es la de desobedecer unas normas religiosas determinadas, sino la de hacer algo que va en contra de uno mismo. Esta última acepción le daba una interpretación totalmente distinta a las homilías, porque ahora ya no me parecía que luchar para abolir el pecado del mundo quisiera decir luchar para instaurar la tiranía de una moral determinada, sino luchar para no boicotear nuestro crecimiento personal, del que somos los únicos responsables. Aquí no hay 15M ni PAH que nos salve, porque nuestra evolución como seres espirituales encarnados no la impiden los bancos, ni la obstaculizan los políticos. Antes bien, nuestras reacciones ante sus comportamientos pueden ser indicadores de nuestro desarrollo, y si nos pinchan y sale ira de nuestras bocas y de nuestros ojos, y si nos pinchan y explotamos de cólera, no es porque ellos hayan inoculado un gas anti-risa, sino porque nosotros, que somos como un globo, nos habíamos inflado con veneno. Claro que estoy a favor de un cambio, pero sólo si se inicia con el de conciencia.

Si tuviera que confesarme hoy en día, no podría dejar de mencionar que me hago la dormida por las mañanas hasta que reconozco por los ruidos que mi marido ha acabado de lavar los platos de la cena. A eso añadiría, que me he descargado algún que otro libro por internet y que no siempre me ducho en menos minutos de los que debiera. Aún así, hay un pecado que espero no tener que confesar nunca, porque es el único que realmente atenta contra lo esencial de la vida. Borges, no sé si en un delirio literario o en un ataque de sinceridad fue uno de los mayores penitentes del mundo, así lo confesó en sus versos: “He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer, no he sido feliz.” Qué triste que para la mayor perversión, no haya absolución posible, qué triste sobretodo porque Dios, con su magnánima benevolencia, podría llegar a perdonarte, pero ¿podrías hacerlo tú?

Publicado en el Diari de Terrassa el 9 de mayo de 2013