Nunca me gustaron las muñecas con pilas. Recuerdo que la primera
muñeca que pedí para Navidad fue escogida expresamente para que
aguantara los embistes del uso y del tiempo: allí donde yo estuviera
iba también ella, las fotos de mi infancia lo prueban. No concebía una
muñeca que no funcionara cuando la necesitara, que pudiera morirse,
por así decirlo, cuando se le acabara la batería. Claro que sabía que
siempre podía reponer las pilas, pero en mi casa nunca se encontraban
las suficientes cuando hacía falta y más de una vez tenías que
robarle la pila al walkman para sustituir la del mando a distancia. Con
estos precedentes, entenderán que no me arriesgara demasiado y optara
por una muñeca con el cuerpo de trapo y la cara, las manitas y los pies
de plástico. No me separé de ella en años, y hasta cuando mi madre
la ponía en la lavadora me quedaba mirando como daba vueltas en el
tambor. Reconozco que lo pasaba mal durante el centrifugado y en alguna
ocasión a punto estuve de interrumpir el programa.
Con el tiempo mi muñeca se quedó en el armario, yo que le juré que
nunca me olvidaría de ella, hubo un día en que salí de casa sin su
compañía y así continué hasta hoy, cuando el único peluche con el
que duermo, es mi marido. Se hace extraño pensar en aquellas cosas,
personas incluso, que un día formaron parte indisoluble de nosotros y
que ahora sólo son recuerdos que a veces se me antojan de otra vida.
Durante un tiempo también me pareció normal vivir en una casa con
mosquiteras en vez de cristales en las ventanas, comer fufu con las
manos o ser constantemente manoseada por niños que tocaban mi cabellera
salvaje como si fuera un gran don de la naturaleza, yo que siempre me
había quejado de lo imposible de amansarla.
Ahora me he vuelto a acostumbrar a otros detalles cotidianos sin los
cuales me sentiría rara y no será hasta dentro de unos años cuando me
de cuenta de que ellos vienen y van pero yo siempre me reconozco como
la misma Sandra. Será porque la memoria es un pegamento perfecto que me
hace considerarme un continuo coherente, aunque yo sepa que ha habido
momentos en que la adhesión ha fallado y se han abierto algunas grietas
entre la niña de 9 años adicta a los libros de Jostein Gaarder y la
adolescente que probó el primer chupito de tequila, entre la
veinteañera que pensó que nunca saldría de Matadepera y la que poco
más tarde cogía el avión casi tanto como el autobús.
Aquí estoy hoy, cumpliendo sueños. De lo que no me separo ahora es
del bolígrafo y de la Moleskine, como si poder explicar lo que me pasa
le diera sentido, y hasta hacerlo público fuera necesario. Quién sabe
si al otro lado de la pantalla hay una mujer que no se acuerda de que lo
más importante es no dejarse nunca de lado, aunque las muñecas pasen,
y las parejas se desvanezcan, y los paisajes cambien y hasta los
ingredientes del plato tengan nombres que nunca antes hubieras comprado
por lo difíciles de deletrear.
Que tú nunca te olvides, aún cuando te reinventes o precisamente
porque te importas y sabes que no existirías de no ser porque creces.
Si tu también eres una de esas personas a las que nunca les gustaron
las muñecas con pilas, alégrate, también eres una de esas personas
que aprecia la libertad y la autosuficiencia, que sabe que puede seguir
funcionando porque no depende de una fuente de energía externa. Eso
sí, conéctate contigo misma, de otro modo, te será imposible que te
saquen risas aún cuando te aprieten con ternura la barriguita.
P.D. Releo el artículo unos días mas tarde, enfrascada como estoy
también en la lectura del libro de Francesc Torralba Vida espiritual en
la sociedad digital (lo confieso, leo montones de libros en paralelo) y
me doy cuenta de que mi animadversión hacia las muñecas con pilas no
es más que la traducción infantil de un anhelo por lo trascendente, lo
infinito y lo eterno, por no decir un anhelo por lo sagrado y
espiritual… Al final tendré que darle la razón a los niños que en mi
clase me llamaban rara.
Artículo publicado en la plataforma digital de emprendeduría Reinventtv