miércoles, 19 de junio de 2013

Lo que nunca te contaron del tiempo y del dinero

Decía el filósofo y activista cristiano por la paz, Lanza del Vasto, que no entendía cómo podía ser que en las sociedades avanzadas tuviéramos tantas máquinas para ahorrarnos tiempo y en cambio fuéramos siempre mendigando minutos, mientras que en los pueblos tradicionales tuvieran todo el tiempo del mundo, a pesar de no disponer de calculadoras, coches o impresoras. Lo primero que pensamos para justificar tan paradójico efecto es que el ciudadano medio hace muchas más cosas a lo largo de un sólo día que el pueblerino del otro hemisferio. Sí, quizás ellos no salen corriendo del trabajo para ir al gimnasio y a clases de inglés y coger el coche para meterse en atascos, hacer cola en supermercados, llegar a casa para ingerir la dosis de televisión y planchar lavadoras atrasadas. Perdónenme, pero yo empiezo a dudar de que salga a cuenta ganar tiempo para llenarlo de otras cosas que siempre nos dejan con la sensación de que nuestros días son tan cortos como los del personaje del cuento del Principito, aquel farolero que tenía un segundo para encender o apagar el farol porque los días en su planeta duraban apenas un minuto. Por eso me temo que ni aunque nos mudáramos a Venus, uno de los planetas temporalmente más extraños, pues sus días son más largos que sus años, nos sentiríamos satisfechos.

No es que yo sea tecnófoba ni quiera hacer una apología utópica del ruralismo, pero me parece que revisada esta contradicción, sólo queda sospechar que el verdadero culpable de nuestra falta de tiempo es que no hemos entendido que no hace falta atiborrar todas nuestras horas de actividades que no sólo no nos hacen más sabios, sino tampoco más felices. Creo que como dice Tuaivii de Tiavea, un supuesto jefe samoano, los papalagi, los hombres blancos, no hemos entendido el tiempo: lo hemos fragmentado en unidades matemáticas y lo hemos metido en esferas cristalinas que llevamos atadas cual grilletes en la muñeca, sutil metáfora de la esclavitud que nos hemos impuesto, pero todavía no hemos aprendido lo más importante, que el tiempo más productivo es el del silencio y de la pausa, pues es el único que permite que todo aquello que emprendemos se asiente y se integre en nosotros mismos. De otro modo, nos convertimos en individuos estériles con millares de semillas viejas sembradas que nunca fructificaron porque nos les dejamos que enraizaran.

Todo esto nos lleva a otra de las paradojas más grandes de nuestra cultura y que conviene recordar precisamente ahora que hablamos de miseria sólo cuando nos falta, ¿Qué hay de la penuria de la opulencia? El hombre también es tan pobre como lo que le sobra, así lo expresa el doctor Jorge Carvajal o incluso el mismo Tuaivii cuando dice que los papalagi son pobres a causa de sus muchas cosas, por no citar a Dominique Lapierre, autor de La ciudad de la alegría, que ha hecho suyo el proverbio indio “Todo lo que no se da, se pierde”. Sigamos con el necesario esfuerzo para paliar la escasez y la precariedad que sufren las familias en estos tiempos, pero no lo hagamos para caer en la trampa de la pobreza por exceso. 

Publicado en el Diari de Terrassa el 13 de junio de 2013