Hoy todo el mundo da por supuesto que la gente quiere ser feliz. Un análisis más exhaustivo de la sociedad, no obstante, daría con resultados sorprendentes. Aún así, no quiero ser yo la que deshaga el mito que permite que existan best-sellers con los que algunos autores se hacen ricos.
De todas formas, es mi deber desenmascarar – aunque esta resolución sólo tenga que ver conmigo y ni el resultado sea extrapolable a otros grupos poblacionales - que yo no quiero ser feliz y que, además, pongo trabas, zancadillas y hasta trampas, para evitar a toda costa ser una mujer satisfecha y plena. Esta afirmación no es gratuita, sino que es el resultado de una larga deliberación que concluye con esta extraña confesión, muy típica de paciente de psicoanalista, lo sé.
No es que yo sea feliz siendo infeliz, sino que soy como la mascota del hortelano que ni come ni deja comer, o como ese amante despechado que ni vive ni deja vivir. Hay en mí algo que se rebela y que lucha contra la desgracia, que pretende alcanzar ese estado de beatitud en el que viven los que siempre tienen una sonrisa en los labios; a veces, estoy tan cerca de conseguirlo que la mera proximidad ya me place, pero luego, en el momento decisivo, doy con todo al traste: o soy masoquista, o tengo una autoestima tan baja que no me considero digna de que la dicha entre en mi casa, o, más probablemente, soy consciente de que la felicidad te arrebata todas las excusas que te permiten seguir siendo irresponsable, y entonces ya no hay escapatoria a la incómoda verdad de que uno es quien decide ser y de que no hay más malos en la película que los que uno mismo contrata.