jueves, 22 de enero de 2009

Diario de alguien que podría ser yo II

Todo empezó a ir mal el día en que se murieron mis abuelos, y aunque se murieron en días distintos de años alejados, hoy sé que la primera muerte desencadenó la segunda con una lógica tan sutil que hasta podría parecer un asesinato. 

Mi abuelo se fue primero, también él confirmó esas estadísticas que dicen que los hombres viven menos, pero si las mujeres los sobreviven sólo es porque la muerte piensa que ellas sabrán soportar mucho mejor la soledad. Falleció después de que ese fin de semana yo hubiera escrito una biografía de él para mis deberes de colegio, y aunque eso pudo traumarme de por vida elucubrando que al escribir tengo el poder de matar lo que describo, no lo hizo, tan sólo me dejó con la vaga sensación de que hay casualidades que no se rigen por el azar. Lloré en secreto porque ya de niña me avergonzaba que la gente supiera que yo podía sucumbir a la tristeza, como si ese sentimiento deshiciera la coraza con la que yo luchaba en la arena del mundo. Más vale que nadie sepa que uno es vulnerable, sólo así se puede seguir fingiendo no sentir dolor cuando te atacan.

Yo no sé qué hacen las niñas con abuelos calvos después de la cena, yo tuve la suerte de que el mío no lo era, así que cogía un peine y me entretenía revolviendo su pelo como si fuera una muñeca. Nunca me impedía peinarlo de tal manera que pudiera parecer ridículo porque a él no le hacía falta aparentar ser guapo, no es que lo fuera, claro que en su juventud pudo serlo, pero a una niña todos los viejos le parecen ajenos a esa categoría, como si para acceder a la belleza hubiera una edad máxima, o como si la belleza a esas edades no tuviera nada que ver con los ojos y la piel, el cuerpo y las manos. Lo recuerdo conduciendo hasta el campo. Lo recuerdo tomando Martini en el aperitivo con mi abuela, apareciendo por la puerta los domingos con una bolsa de churros. Hay en mi mente fotogramas aislados de una película mucho más que basada en hechos reales.

Mi abuela murió unos cuatro años más tarde, seguramente porque no pudo morirse antes. Su cáncer en el pecho se me revela hoy como una gangrena de corazón, que a falta de marido, se murió podrido porque nunca pudo reconciliarse de la discusión previa que tuvieron antes de su muerte. Parece ser que apenas discutieron en su larga vida de casados, y bastó una pelea para que los matara a los dos: mi abuelo murió de un ataque al corazón.

Todo empezó a ir mal entonces porque cuando los abuelos de una niña mueren, ésta envejece automáticamente, como si la infancia estuviera ligada más que a los padres, a los abuelos. Sólo éstos últimos te permiten seguir siendo un niño cuando ya eres mayorcito a los ojos de tus padres, cuando ya se supone que no haría falta que te prepararan el vaso con leche antes de irte a la cama.

Ahora que ya hace tiempo que soy adulta por méritos propios, sigo pensando que los abuelos deberían ser inmortales.