viernes, 18 de julio de 2014

La verdad sobre Apolo y Dafne

De pequeña me encantaban los libros que recopilaban datos insólitos. A través de ellos aprendí a memorizar los planetas del Sistema Solar por orden y desde entonces la frase “Mi Vieja Tonta Memoria Jamás Soportaría Un Nuevo Planeta” me acompaña cuando, siendo mera espectadora de los concursos de la tele, no tardo ni dos segundos en responder que Saturno va después de Jupiter y antes que Urano. Esta sencilla regla mnemotécnica, que utiliza las iniciales de las palabras como pista, me ha convertido en mejor astrónoma que geógrafa, de manera que sigo siendo incapaz de enumerar las 50 provincias de España. Otro de los procedimientos más útiles para recordar datos es el que propone el actual campeón y plusmarquista de memoria rápida Ramón Campayo: según él lo ideal es convertir palabras o cifras en imágenes, cuanto más surrealistas mejor. Yo el otro día, para acordarme del nombre de un tertuliano - que, dicho sea de paso, recibía el original tratamiento de terapeuta filosófico - me imaginé montones de nachos antropomorfos, con ojos y con manos (la derecha sosteniendo una copa de Martini, una buena novela la izquierda) sumergidos en guacamole en distintas bañeras victorianas, una al ladito de la otra. ¿Lo adivinan? Sí, el susodicho se llama Nacho Bañeras.

Para otras cuestiones, generalmente sentimentales, la memoria es muy obstinada y el problema entonces radica en no poder olvidar. En su libro “Tokio ya no nos quiere”, Ray Loriga cuenta la historia de un hombre que vende y consume el último prodigio de la industria química: una droga capaz de borrar los recuerdos. Así, cree el protagonista poderse liberar de la tiranía de los errores y los dolores del pasado, pero es tanta la sobredosis que acaba por perforar su mente hasta el punto que es incapaz de retener cualquier impresión: olvidará el nombre de la ciudad que se ve desde la ventana de su habitación en el hospital, Berlín, después de abstraerse con los tulipanes amarillos de la mesita de noche, y olvidará los tulipanes cuando un doctor entre para hablarle del síndrome de Korsakoff, y, claro, olvidará que ha estado con el doctor nada más pestañear, justo cuando triste y compungido, pensará: “Hoy no ha venido nadie a verme”.

Desde que conozco el secreto de Campayo me ronda una hipótesis por la cabeza, una idea que ataría los cabos sueltos de toda la mitología griega. Empiezo a pensar que los relatos del panteón provienen de la imaginación desmesurada de un amnésico al que se le fue de las manos la fórmula retentiva. ¿Y si al final la historia de Apolo y Dafne no es más que la peculiar recreación memorística de una receta que sería insípida sin el laurel?  No me negarán que esta explicación es más lógica que la clásica, es decir, que un dios herido por la flecha de un niño alado se enamora de una ninfa que se convierte en arbusto. No hace falta ser un ateo convencido para ver que algo no encaja y que lo más probable es que el creador de esta historia fuera un cocinero olvidadizo. Lo que me recuerda que también es cierta la frase que dice que “la escritura no da para comer”: son las doce menos cuarto de la noche y todavía no he cenado. Ahora también conocen mi secreto: no hay mejor dieta que la del poeta.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 18 de Julio de 2014

viernes, 11 de julio de 2014

Hay drogas tan grandes como África

Hace unos cuantos años conocí, de las páginas de la revista hoy tan solo virtual Foreign Policies, el concepto de estado fallido. La expresión pretende caracterizar aquellos estados soberanos que, en definitiva, han fracasado social, política y económicamente. En el ranking de estados fallidos del año 2012 (elaborado por la citada revista conjuntamente con la organización Fund For Peace) catorce de los primeros veinte estados pertenecen al continente africano. Gambia no se encuentra entre ellos.

Ciertamente, después de mi viaje al país más pequeño de África no me quedo con la impresión de que Gambia sea un estado fallido, a mi modo de ver, en Gambia todavía no lo han empezado a intentar, el mundo aún está allí por comenzar, sobretodo en lo que concierne a la mitad interior del país, a la que que no le llega la fragancia de las olas, aunque a muchos oriundos el río les parezca una playa, tanto, que hasta me consta que una niña, molesta porque alguien le había dicho que había una inmensidad de agua mucho más grande que la que ella veía en la orilla del Gambia, le preguntara a su maestra si eso podía ser verdad. Durante mi viaje, yo fui como esa niña incrédula a la que le costaba aceptar que el actual presidente del país, Yahya Jammeh, ofreciera a su madre como esposa para el expresidente y primer presidente de Gambia, Dawda Kairaba Jawara, con el fin de mejorar las relaciones entre ellos después de que el primero se hiciera con el poder a través de un golpe de estado. Lo vuelvo a explicar para los que se hayan quedado atónitos: Jammeh le quita a Jawara el país, a quien a cambio le ofrece una mujer, su madre nada menos, pensando quizás que su futuro padrastro, de reprenderlo, como mucho le castigaría sin salir el sábado.

Que alguien impida que Yahya Jammeh se lea uno de nuestros refraneros, pues si ha  llegado a poner en práctica tan rigurosamente la máxima de “si no puedes con el enemigo, únete a él”, quién sabe qué haría de conocer que “dos cabezas piensan más que una” - ¿crearía una nueva raza de hombres bicéfalos? -, o que “al mal tiempo, buena cara” - ¿contrataría un meteorólogo frustrado? - y sobretodo la más peligrosa, la que debemos ocultarle por encima de todo, la de que “el hambre agudiza el ingenio”. Ya hay demasiados niños listísimos y muertos.

Dos semanas después de mi vuelta, estoy en pleno proceso de desintoxicación de África. El pinchazo en directo, sintiendo como entran en vena los olores nauseabundos de un mercado-vertedero, según se mire, notando como las pupilas se dilatan con los estampados psicodélicos de las telas africanas, percibiendo como el ritmo del tambor - o de la cazuela de lata - se mete por el cuerpo y eriza los pelos, y electrifica los músculos y enajena a la blanca como yo, que baila como si estuviera loca, aunque allí nadie piense que estoy teniendo un ataque epiléptico, el pinchazo en directo, digo, es tan embriagador, tan fascinante, que Walter White está pensando en pasar del mercado de la metanfetamina azul y empezar a vender gramos inyectables de Gambia y de Ghana, gramos esnifables de Liberia y de Lesotho, gramos fumables de Burkina Faso, de Guinea y de Tanzania. No los prueben, nunca lo hagan: si tienen la suerte de que esta droga no les mata, tendrán la mala suerte de vivir en un país fantástico, con electricidad a todas horas y agua en el baño, con escuelas, médicos, carreteras, parques, calles limpias y un clima que no le pone al borde de morir ahogados en su propio sudor y, en cambio, pensar en África antes y durante y después de cualquier pensamiento que necesite una neurona. 

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 11 de Julio de 2014