De pequeña me encantaban los libros que recopilaban datos insólitos. A través de ellos aprendí a memorizar los planetas del Sistema Solar por orden y desde entonces la frase “Mi Vieja Tonta Memoria Jamás Soportaría Un Nuevo Planeta” me acompaña cuando, siendo mera espectadora de los concursos de la tele, no tardo ni dos segundos en responder que Saturno va después de Jupiter y antes que Urano. Esta sencilla regla mnemotécnica, que utiliza las iniciales de las palabras como pista, me ha convertido en mejor astrónoma que geógrafa, de manera que sigo siendo incapaz de enumerar las 50 provincias de España. Otro de los procedimientos más útiles para recordar datos es el que propone el actual campeón y plusmarquista de memoria rápida Ramón Campayo: según él lo ideal es convertir palabras o cifras en imágenes, cuanto más surrealistas mejor. Yo el otro día, para acordarme del nombre de un tertuliano - que, dicho sea de paso, recibía el original tratamiento de terapeuta filosófico - me imaginé montones de nachos antropomorfos, con ojos y con manos (la derecha sosteniendo una copa de Martini, una buena novela la izquierda) sumergidos en guacamole en distintas bañeras victorianas, una al ladito de la otra. ¿Lo adivinan? Sí, el susodicho se llama Nacho Bañeras.
Para otras cuestiones, generalmente sentimentales, la memoria es muy obstinada y el problema entonces radica en no poder olvidar. En su libro “Tokio ya no nos quiere”, Ray Loriga cuenta la historia de un hombre que vende y consume el último prodigio de la industria química: una droga capaz de borrar los recuerdos. Así, cree el protagonista poderse liberar de la tiranía de los errores y los dolores del pasado, pero es tanta la sobredosis que acaba por perforar su mente hasta el punto que es incapaz de retener cualquier impresión: olvidará el nombre de la ciudad que se ve desde la ventana de su habitación en el hospital, Berlín, después de abstraerse con los tulipanes amarillos de la mesita de noche, y olvidará los tulipanes cuando un doctor entre para hablarle del síndrome de Korsakoff, y, claro, olvidará que ha estado con el doctor nada más pestañear, justo cuando triste y compungido, pensará: “Hoy no ha venido nadie a verme”.
Desde que conozco el secreto de Campayo me ronda una hipótesis por la cabeza, una idea que ataría los cabos sueltos de toda la mitología griega. Empiezo a pensar que los relatos del panteón provienen de la imaginación desmesurada de un amnésico al que se le fue de las manos la fórmula retentiva. ¿Y si al final la historia de Apolo y Dafne no es más que la peculiar recreación memorística de una receta que sería insípida sin el laurel? No me negarán que esta explicación es más lógica que la clásica, es decir, que un dios herido por la flecha de un niño alado se enamora de una ninfa que se convierte en arbusto. No hace falta ser un ateo convencido para ver que algo no encaja y que lo más probable es que el creador de esta historia fuera un cocinero olvidadizo. Lo que me recuerda que también es cierta la frase que dice que “la escritura no da para comer”: son las doce menos cuarto de la noche y todavía no he cenado. Ahora también conocen mi secreto: no hay mejor dieta que la del poeta.
Para otras cuestiones, generalmente sentimentales, la memoria es muy obstinada y el problema entonces radica en no poder olvidar. En su libro “Tokio ya no nos quiere”, Ray Loriga cuenta la historia de un hombre que vende y consume el último prodigio de la industria química: una droga capaz de borrar los recuerdos. Así, cree el protagonista poderse liberar de la tiranía de los errores y los dolores del pasado, pero es tanta la sobredosis que acaba por perforar su mente hasta el punto que es incapaz de retener cualquier impresión: olvidará el nombre de la ciudad que se ve desde la ventana de su habitación en el hospital, Berlín, después de abstraerse con los tulipanes amarillos de la mesita de noche, y olvidará los tulipanes cuando un doctor entre para hablarle del síndrome de Korsakoff, y, claro, olvidará que ha estado con el doctor nada más pestañear, justo cuando triste y compungido, pensará: “Hoy no ha venido nadie a verme”.
Desde que conozco el secreto de Campayo me ronda una hipótesis por la cabeza, una idea que ataría los cabos sueltos de toda la mitología griega. Empiezo a pensar que los relatos del panteón provienen de la imaginación desmesurada de un amnésico al que se le fue de las manos la fórmula retentiva. ¿Y si al final la historia de Apolo y Dafne no es más que la peculiar recreación memorística de una receta que sería insípida sin el laurel? No me negarán que esta explicación es más lógica que la clásica, es decir, que un dios herido por la flecha de un niño alado se enamora de una ninfa que se convierte en arbusto. No hace falta ser un ateo convencido para ver que algo no encaja y que lo más probable es que el creador de esta historia fuera un cocinero olvidadizo. Lo que me recuerda que también es cierta la frase que dice que “la escritura no da para comer”: son las doce menos cuarto de la noche y todavía no he cenado. Ahora también conocen mi secreto: no hay mejor dieta que la del poeta.
Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 18 de Julio de 2014