jueves, 11 de abril de 2013

Síndrome post-vacacional

Tengo algo en común con Winston Churchill: “Me he pasado la mitad de mi vida preocupada por cosas que jamás ocurrieron”. He llegado a jurarme que de aprobar ese examen para el que había estudiado tan poco, dejaría de inquietarme por asuntos que sólo estaban en mi cabeza. Es algo así como tener pesadillas y, una vez despiertos, actuar como si los dragones existieran de verdad. Luís Rosales lo dice mucho más poéticamente en unos versos que desde que los leí, se imprimieron en mi memoria a fuego. Ojalá los temarios escolares y universitarios tuvieran esa fuerza: me hubiera ahorrado muchas dudas en las preguntas tipo test. En su Autobiografía, Rosales entona un testamento vital, precioso y trágico, que en algunos momentos también hubiera podido ser el mío:  “Como el náufrago metódico que cuenta las olas que le bastan para morir / y las contase, y las volviese a contar para evitar errores, / hasta la última, / hasta aquella que tiene la estatura de un niño y le besa y le cubre la frente, / así he vivido yo con una vaga prudencia de caballo de cartón en el baño, / sabiendo que jamás me he equivocado en nada, / sino en las cosas que yo más quería.”

Así me parece que vivimos muchos, tratando de inventariar las olas que acabarán por ahogarnos, como si lo importante fuera que al morir la caja nos cuadrara y el libro de cuentas estuviera impecable, mientras nuestro caballo de cartón nunca trota ni galopa por miedo de algún grifo que gotea. Así vamos celebrando los años, teniendo razón en asuntos triviales que nos permiten aleccionar con aire triunfal a los pobres inocentes que nunca entenderán este poema porque su caballo es de carne y hueso y los lleva por paisajes donde el agua no mata.

Yo que pensaba que debía prevenirme de los accidentes de tráfico, de los desconocidos que te atraen a base de piruletas, de las macetas rebeldes que se estrellan como proyectiles en las cabezas de los urbanitas, y de las galletas que después de haber tocado el suelo se convierten en veneno; yo que pensaba que debía precaverme de las peligrosísimas amenazas escondidas en los paseos en bicicleta sin casco, en los virus informáticos y en las pandemias de gripe aviar, en los cigarros y en los hongos de piscina, yo que pensaba que era importante no exponerme al riesgo de fallecer tontamente, no había calculado que al final iba a morirme igual, y encima de aburrimiento.

Estas son las reflexiones que me acompañan normalmente después de volver de vacaciones, por eso me cuesta tanto irme, porque sé que al regresar, antes de girar la llave de la puerta de mi casa, voy a tener que responder al santo y seña de unas preguntas incómodas que me enfrentan conmigo misma. Preguntas que no se contentan con monosílabos, ni con citas de libros de autoayuda, ni tampoco con las palabras  prestadas de los personajes de las novelas de Almudena Grandes o de José Luís Sampedro (que en paz descanse). El verdadero síndrome post-vacacional no es tener que volver al trabajo y a la costumbre de los horarios y de las cenas sin vino, el verdadero síndrome post-vacacional es darse cuenta de que la rutina te narcotiza y que eso es precisamente lo que buscas para no tener que admitir que no estás a la altura de tus sueños.

Publicado en el Diari de Terrassa el 11 de abril del 2013

miércoles, 10 de abril de 2013

En memoria de José Luís Sampedro

Escribo hoy después de enterarme de la muerte de uno de mis escritores favoritos, José Luís Sampedro. Fue uno de los primeros autores a los que admiré y que me humilló, porque hasta que cayó en mis manos su novela La vieja sirena, yo pensaba que escribía bien y hasta me parecía que podría competir con algunos de los autores de moda. Pero Sampedro me puso en mi lugar y debo admitir que lo hizo a tiempo, antes de que mi entusiasmo juvenil me llevara a alardear demasiado y alguien con menos miramientos me dijera que lo mío eran cuatro palabras bien puestas, nada más ni nada menos. Esa declaración, que ahora parece hasta inofensiva, pudiera haber herido tanto mi orgullo desmedido que hasta podría haber desencadenado un mutismo lírico de por vida.
 
Pero aquí estoy, a pesar de mis vaivenes y mis complejos, porque teniendo a Sampedro, Kundera, Grandes, García Márquez y Auster en el altar de mi biblioteca, es difícil atreverse a escribir sin admitir de antemano que voy a fracasar. Me consuela saber que ellos tuvieron a un Galdós, un Tolstoi, un Cervantes, un Faulkner o un Borges antes, pero no me consuela demasiado, la verdad. En cualquier caso, voy a intentarlo, porque de otro modo, quizás no hubiera habido más literatura desde el Gilgamesh o desde la Odisea y puede que toda la historia de las palabras no sea más que la historia de la osadía y del descaro, la historia de los hombres y las mujeres que se atrevieron a decir la última palabra y a pretender, incluso, inventar alguna más.

Sampedro me ha arrancado algunas lágrimas este mediodía, cuando emocionada le decía a mi marido que el responsable de nuestra visita a Aranjuez esta Semana Santa había fallecido. Hasta a mí me ha resultado extraño llorar por un hombre que sólo conozco por sus libros, pero entonces me he dado cuenta de que conocer a alguien por lo que escribe es conocerlo mucho más profundamente que por lo que simplemente dice mientras compartimos una botella de vino. Diría que hasta he hecho el amor con él – muy castamente, se lo aseguro – cuando describía como Ahram y Glauka se lamían la sal del mar en una cueva.

Octubre, octubre, su testamento vital, su obra-mundo, me acompaña ahora a todas partes, bien, a todas no porque es un libro de medio kilo que no cabe en mi bolso porque con el resfriado está lleno de paquetes de Kleenex y de caramelos para la tos. Sampedro también fue uno de los primeros autores que conocí con una doble vida, la suya mucho más difícil que la mía, porque tenía que conciliar su trabajo como economista con su faceta literaria y yo, que ya tengo problemas serios tratando de armonizar mi vida laboral como coach nutricional y naturópata con mi vertiente de escritora, no sé como lo pudo hacer él cuando se presentaba en las fiestas y en las reuniones, y es que a mi todavía me cuesta decidir qué identidad es la que más me corresponde y hasta pienso que si pudiera profesionalizar este pasatiempo que me estimula mucho más que un café cargado – no les engaño, ¡hasta me cuesta dormir después de escribir! – quizás no me encontrarían el próximo lunes en Animasalus…


Artículo publicado en la plataforma digital de emprendeduría Reinventtv