miércoles, 10 de abril de 2013

En memoria de José Luís Sampedro

Escribo hoy después de enterarme de la muerte de uno de mis escritores favoritos, José Luís Sampedro. Fue uno de los primeros autores a los que admiré y que me humilló, porque hasta que cayó en mis manos su novela La vieja sirena, yo pensaba que escribía bien y hasta me parecía que podría competir con algunos de los autores de moda. Pero Sampedro me puso en mi lugar y debo admitir que lo hizo a tiempo, antes de que mi entusiasmo juvenil me llevara a alardear demasiado y alguien con menos miramientos me dijera que lo mío eran cuatro palabras bien puestas, nada más ni nada menos. Esa declaración, que ahora parece hasta inofensiva, pudiera haber herido tanto mi orgullo desmedido que hasta podría haber desencadenado un mutismo lírico de por vida.
 
Pero aquí estoy, a pesar de mis vaivenes y mis complejos, porque teniendo a Sampedro, Kundera, Grandes, García Márquez y Auster en el altar de mi biblioteca, es difícil atreverse a escribir sin admitir de antemano que voy a fracasar. Me consuela saber que ellos tuvieron a un Galdós, un Tolstoi, un Cervantes, un Faulkner o un Borges antes, pero no me consuela demasiado, la verdad. En cualquier caso, voy a intentarlo, porque de otro modo, quizás no hubiera habido más literatura desde el Gilgamesh o desde la Odisea y puede que toda la historia de las palabras no sea más que la historia de la osadía y del descaro, la historia de los hombres y las mujeres que se atrevieron a decir la última palabra y a pretender, incluso, inventar alguna más.

Sampedro me ha arrancado algunas lágrimas este mediodía, cuando emocionada le decía a mi marido que el responsable de nuestra visita a Aranjuez esta Semana Santa había fallecido. Hasta a mí me ha resultado extraño llorar por un hombre que sólo conozco por sus libros, pero entonces me he dado cuenta de que conocer a alguien por lo que escribe es conocerlo mucho más profundamente que por lo que simplemente dice mientras compartimos una botella de vino. Diría que hasta he hecho el amor con él – muy castamente, se lo aseguro – cuando describía como Ahram y Glauka se lamían la sal del mar en una cueva.

Octubre, octubre, su testamento vital, su obra-mundo, me acompaña ahora a todas partes, bien, a todas no porque es un libro de medio kilo que no cabe en mi bolso porque con el resfriado está lleno de paquetes de Kleenex y de caramelos para la tos. Sampedro también fue uno de los primeros autores que conocí con una doble vida, la suya mucho más difícil que la mía, porque tenía que conciliar su trabajo como economista con su faceta literaria y yo, que ya tengo problemas serios tratando de armonizar mi vida laboral como coach nutricional y naturópata con mi vertiente de escritora, no sé como lo pudo hacer él cuando se presentaba en las fiestas y en las reuniones, y es que a mi todavía me cuesta decidir qué identidad es la que más me corresponde y hasta pienso que si pudiera profesionalizar este pasatiempo que me estimula mucho más que un café cargado – no les engaño, ¡hasta me cuesta dormir después de escribir! – quizás no me encontrarían el próximo lunes en Animasalus…


Artículo publicado en la plataforma digital de emprendeduría Reinventtv