Escribo hoy después de enterarme de la muerte de uno de mis
escritores favoritos, José Luís Sampedro. Fue uno de los primeros
autores a los que admiré y que me humilló, porque hasta que cayó en
mis manos su novela La vieja sirena, yo pensaba que escribía bien y
hasta me parecía que podría competir con algunos de los autores de
moda. Pero Sampedro me puso en mi lugar y debo admitir que lo hizo a
tiempo, antes de que mi entusiasmo juvenil me llevara a alardear
demasiado y alguien con menos miramientos me dijera que lo mío eran
cuatro palabras bien puestas, nada más ni nada menos. Esa declaración,
que ahora parece hasta inofensiva, pudiera haber herido tanto mi
orgullo desmedido que hasta podría haber desencadenado un mutismo
lírico de por vida.
Pero aquí estoy, a pesar de mis vaivenes y mis complejos, porque
teniendo a Sampedro, Kundera, Grandes, García Márquez y Auster en el
altar de mi biblioteca, es difícil atreverse a escribir sin admitir de
antemano que voy a fracasar. Me consuela saber que ellos tuvieron a un
Galdós, un Tolstoi, un Cervantes, un Faulkner o un Borges antes, pero
no me consuela demasiado, la verdad. En cualquier caso, voy a
intentarlo, porque de otro modo, quizás no hubiera habido más
literatura desde el Gilgamesh o desde la Odisea y puede que toda la
historia de las palabras no sea más que la historia de la osadía y del
descaro, la historia de los hombres y las mujeres que se atrevieron a
decir la última palabra y a pretender, incluso, inventar alguna más.
Sampedro me ha arrancado algunas lágrimas este mediodía, cuando
emocionada le decía a mi marido que el responsable de nuestra visita a
Aranjuez esta Semana Santa había fallecido. Hasta a mí me ha resultado
extraño llorar por un hombre que sólo conozco por sus libros, pero
entonces me he dado cuenta de que conocer a alguien por lo que escribe
es conocerlo mucho más profundamente que por lo que simplemente dice
mientras compartimos una botella de vino. Diría que hasta he hecho el
amor con él – muy castamente, se lo aseguro – cuando describía como
Ahram y Glauka se lamían la sal del mar en una cueva.
Octubre, octubre, su testamento vital, su obra-mundo, me acompaña
ahora a todas partes, bien, a todas no porque es un libro de medio kilo
que no cabe en mi bolso porque con el resfriado está lleno de paquetes
de Kleenex y de caramelos para la tos. Sampedro también fue uno de los
primeros autores que conocí con una doble vida, la suya mucho más
difícil que la mía, porque tenía que conciliar su trabajo como
economista con su faceta literaria y yo, que ya tengo problemas serios
tratando de armonizar mi vida laboral como coach nutricional y
naturópata con mi vertiente de escritora, no sé como lo pudo hacer él
cuando se presentaba en las fiestas y en las reuniones, y es que a mi
todavía me cuesta decidir qué identidad es la que más me corresponde y
hasta pienso que si pudiera profesionalizar este pasatiempo que me
estimula mucho más que un café cargado – no les engaño, ¡hasta me
cuesta dormir después de escribir! – quizás no me encontrarían el
próximo lunes en Animasalus…
Artículo publicado en la plataforma digital de emprendeduría Reinventtv
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