Si yo hubiera sabido
que mis gritos eran
el himno premonitorio
de las risas que hoy
me desencajan la mandíbula,
no habría perdido el tiempo
anestesiándome la amígdala,
aparcando en fila
cada resentimiento.
Si yo hubiera sabido
que después de la angustia
habría una fiesta,
me regalarían una estrella,
abriría el cofre de los tesoros
de la isla desierta,
no habría perdido el tiempo
engañando al dolor diciéndole:
márchese, no estoy en casa.
Si yo hubiera sabido
que no hace falta adolecer en serio,
que podía tomarme la depresión
como una tara humana
y no dramatizar la situación
cuando me quedo tirada
en medio de la nada,
no hubiera malgastado mi energía
pensando que los malos momentos
son un defecto innato de la vida.
Ahora ya sabes que todo fin
tiene un final y que
ni la peor de las torturas
dura eternamente.
Ahora también sabes que,
como en los dolores de parto,
toda tristeza, todo vacío, toda desolación,
es una contracción más
en el inminente alumbramiento
de algún regalo tan especial
que no pueda convivir
con tus lacras,
de alguna sorpresa tan virtuosa
que limpie tu interior
de las manchas invisibles
de todas tus flaquezas.
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