Existen coaches tristes y aunque no queda bien divulgarlo, precisamente porque yo soy una de ellas, mi faceta de escritora me impide callármelo. Ya saben que somos todas unas exhibicionistas, no porque nos guste simplemente airear nuestras penas y alegrías, sino porque escribir es la manera más efectiva que hemos encontrado de consolarnos, pero también de transformarnos. Al menos este es mi caso.
Existen coaches tristes que además se dedican a la nutrición y algún día devoran trozos de chocolate a escondidas. Existen, me justifico yo, porque también somos humanas. Ya lo expresa muy bien el dicho de forma menos dramática: “En casa del herrero cuchara de palo”. Pues lo confieso: he tenido antojos de galletas y de donetes. Y no, no estoy embarazada, aunque a mis transgresiones alimentarias se sume un sopor pegajoso que me pone a dormir más horas seguidas de las que confesaría en público.
Yo también soy de las que entre frase y frase suelta perlas como “Si puedes soñarlo, puedes hacerlo”, “Si nunca lo intentas, nunca lo conseguirás” o la gandhiana “Si todos hiciéramos lo que podemos hacer, el mundo cambiaría”. No piensen que no me las creo, pues hasta baso mi vida en tales ideas y la filosofía que redunda detrás de ellas me parece mucho más sana que la de “el mundo es duro” y “ya te darás cuenta de que la gente es ingrata”. Aún así, a veces yo también me enfermo, no de gripe, más bien de virus mentales que se inoculan a través de algunos canales que hacen que mis pensamientos se enturbien y lo vea todo negro. Quizás me acuerdo tanto de África que pretenda mimetizarme con sus habitantes de algún modo: si no por el color de la piel, por el del tul que cubre mis neuronas. Sí, puede que lo único que me esté pasando es que Terrassa no es Buduburam y que mis maletas hace tiempo que no se usan.
Existen coaches tristes y escritoras que renacen gracias a la melancolía. Será porque estos días estoy escuchando demasiado country y folk entre Ben Harper y Norah Jones. Será porque últimamente necesito excusas para llenar hojas en blanco y mi costumbre literaria siempre ha sido escribir sólo cuando la nostalgia se apodera de mis manos.
Existen coaches tristes que además se dedican a la nutrición y algún día devoran trozos de chocolate a escondidas. Existen, me justifico yo, porque también somos humanas. Ya lo expresa muy bien el dicho de forma menos dramática: “En casa del herrero cuchara de palo”. Pues lo confieso: he tenido antojos de galletas y de donetes. Y no, no estoy embarazada, aunque a mis transgresiones alimentarias se sume un sopor pegajoso que me pone a dormir más horas seguidas de las que confesaría en público.
Yo también soy de las que entre frase y frase suelta perlas como “Si puedes soñarlo, puedes hacerlo”, “Si nunca lo intentas, nunca lo conseguirás” o la gandhiana “Si todos hiciéramos lo que podemos hacer, el mundo cambiaría”. No piensen que no me las creo, pues hasta baso mi vida en tales ideas y la filosofía que redunda detrás de ellas me parece mucho más sana que la de “el mundo es duro” y “ya te darás cuenta de que la gente es ingrata”. Aún así, a veces yo también me enfermo, no de gripe, más bien de virus mentales que se inoculan a través de algunos canales que hacen que mis pensamientos se enturbien y lo vea todo negro. Quizás me acuerdo tanto de África que pretenda mimetizarme con sus habitantes de algún modo: si no por el color de la piel, por el del tul que cubre mis neuronas. Sí, puede que lo único que me esté pasando es que Terrassa no es Buduburam y que mis maletas hace tiempo que no se usan.
Existen coaches tristes y escritoras que renacen gracias a la melancolía. Será porque estos días estoy escuchando demasiado country y folk entre Ben Harper y Norah Jones. Será porque últimamente necesito excusas para llenar hojas en blanco y mi costumbre literaria siempre ha sido escribir sólo cuando la nostalgia se apodera de mis manos.