Otra vez he vuelto de África queriendo no haber visto lo que he visto, todavía no acostumbrada a la miseria, yo que pensaba que no se podía ser más pobre de lo que lo son los pobres de Serekunda, y hasta cuando de camino el conductor me explicaba que desde Soma hasta Basse viven los más desfavorecidos, yo no podía comprender qué menos se podía tener en esta vida que las chabolas de lata y la ropa rota y las manos sucias de las sobras de la comida de otro.
Otra vez he vuelto de África, todavía sin haber asumido que nada volverá a ser lo mismo, porque ya hay niños, lugares, personas y hasta un perro que parecía una hiena, que han viajado de polizontes hasta mi casa escondidos entre mi corazón y mi cabeza, algunos soñolientos todavía por el viaje, acurrucados en la curva de mi oreja izquierda, colgados de la comisura derecha de mis labios, sentaditos, bien dispuestos, tímidos como Vinta, que ha preferido acostarse en mis párpados, que alterna para despistarme y para que sólo pueda verla cuando cierro los ojos.
Otra vez he vuelto de África pensando que la cotidianidad de mi vida era un lujo que me calmaría las heridas que ha abierto un país surrealista donde hay hipopótamos que comen arroz, chimpancés con nombre, regalos que son cabras, hombres que duermen en hamacas que cuelgan del motor de sus camiones o mujeres que el día de su boda atienden a los invitados en la cama, pero el lujo de mi piso de clase media, el lujo de los abrazos de mi marido y hasta de las miradas bobaliconas de mi perro desde el sofá es un tratamiento lento, efectivo sólo para con los síntomas - ya he empezado a hablar de otros temas que no sean Gambia - pero insuficiente para tratar las causas, y aunque el paso de los días haga que los recuerdos que ahora me duelen - como cuando me duele la espalda - se vayan domesticando hasta acabar como las fotos exóticas de mi viaje de luna de miel, no creo que nunca más nada de este primer mundo me vaya a colmar como antes, antes que mi realidad acababa en Terrassa.
Otra vez he vuelto de África, todavía sin haber asumido que nada volverá a ser lo mismo, porque ya hay niños, lugares, personas y hasta un perro que parecía una hiena, que han viajado de polizontes hasta mi casa escondidos entre mi corazón y mi cabeza, algunos soñolientos todavía por el viaje, acurrucados en la curva de mi oreja izquierda, colgados de la comisura derecha de mis labios, sentaditos, bien dispuestos, tímidos como Vinta, que ha preferido acostarse en mis párpados, que alterna para despistarme y para que sólo pueda verla cuando cierro los ojos.
Otra vez he vuelto de África pensando que la cotidianidad de mi vida era un lujo que me calmaría las heridas que ha abierto un país surrealista donde hay hipopótamos que comen arroz, chimpancés con nombre, regalos que son cabras, hombres que duermen en hamacas que cuelgan del motor de sus camiones o mujeres que el día de su boda atienden a los invitados en la cama, pero el lujo de mi piso de clase media, el lujo de los abrazos de mi marido y hasta de las miradas bobaliconas de mi perro desde el sofá es un tratamiento lento, efectivo sólo para con los síntomas - ya he empezado a hablar de otros temas que no sean Gambia - pero insuficiente para tratar las causas, y aunque el paso de los días haga que los recuerdos que ahora me duelen - como cuando me duele la espalda - se vayan domesticando hasta acabar como las fotos exóticas de mi viaje de luna de miel, no creo que nunca más nada de este primer mundo me vaya a colmar como antes, antes que mi realidad acababa en Terrassa.