El lunes a las seis de la mañana
empiezo a trabajar.
Cuando me llamaron
para avisarme de que
estaba entre las últimas candidatas
aptas para el puesto de trabajo
casi salto de alegría.
Pues no, no es que vaya a cobrar
un sueldo de escándalo,
ni que el trabajo sea con famosos,
tomando el sol mientras me bebo un Cacaolat en la terraza.
Lo que pensé es que a partir de ahora
ya no iba a poder dudar
de mi capacidad para ser una mujer
que se mantiene.
Ahora que se ha demostrado
que puedo valerme por mí misma
y de que lo único que necesitaba
era creer un poco más en mí,
¡Prepárate Mundo,
Que YA estoy AQUÍ!
Pero, a parte de toda esta alegría
que apenas sabe si salir
vía sonora con risas o
vía líquida con lágrimas,
hay algunas cosas que todavía
no he solucionado.
Mi salario, por ejemplo.
1000 euros
me dan para mucho.
Yo que ya tengo ordenador portátil,
ropa, libros y montones de zapatos.
Yo que ya tengo un armario lleno de bolsos,
collares, pashminas y cinturones.
Yo que lo único que necesito son más caricias,
a mí, que lo único que me hace falta son más abrazos,
¿en qué voy a gastarme todo ese dinero
si lo único que quiero
es lo único que no puedo comprar?