A veces me pregunto cómo he podido estar tanto tiempo sin saber algo que ahora me parece indispensable. Estudio, leo, charlo con gente interesante y todavía un día me sorprendo con alguna cuestión que a mí me parece extraordinariamente trascendente, aunque ciertamente no a todo el mundo le transmita la misma emoción: no hay nada más decepcionante que explicar lo que a uno le parece la bomba y recibir una expresión indiferente de su interlocutor, que o bien ya conocía aquello que para ti es nuevo y no le encuentra la gracia o bien lo ignoraba y tampoco parece apreciar la utilidad que tiene saberlo. Es posible que después de tan frustrado contacto se tercie un comentario que aún me hace sentir peor, porque me hace quedar como una cría que se apasiona excesivamente con alguna nadería, como una tiza - ¿quién no aprovechó los minutos previos a la entrada del maestro para escribir y dibujar en la pizarra? - Pero volviendo al caso, les confieso que me asombra no haberme topado antes con “La controversia de Valladolid”.
Temo su reacción, no crean, que hasta puede que piensen que no es digno de una columnista no haber sabido antes que entre 1550 y 1551 se dio lugar un debate en la citada ciudad para dirimir si los indígenas americanos eran o no seres humanos con alma, y qué trato debían recibir. En una facción, Ginés de Sepúlveda, sacerdote y erudito de la época, cronista real y confesor del Rey que afirma que los indios del recién descubierto Nuevo Mundo no tienen alma, que son salvajes que han nacido para ser esclavos. Frente a él, Bartolomé de las Casas, un sacerdote dominico apasionado defensor de la dignidad de los nativos. El descubrimiento de América fue, como escribió Lévi-Strauss, el descubrimiento repentino del otro, de la existencia de seres que no se habían previsto y que “verificaban y desmentían al unísono el divino mensaje (...) puesto que la pureza de corazón, la conformidad de la naturaleza, la generosidad tropical y el desprecio por las complicaciones modernas, si en su conjunto hacían recordar irremisiblemente al paraíso terrenal, también producían el aterrorizador efecto contrario al dar constancia de que la caída original no suponía obligatoriamente que el hombre debiera quedar ineluctablemente desterrado de aquel lugar.” Todo ello da también paso al debate sobre “la guerra justa”, la violencia legítima y necesaria, según Sepúlveda, que debe ejercer el conquistador europeo quien no sólo es inocente sino el encomiable que materializa el orden divino (aristotélico) según el cual lo imperfecto debe estar sometido por lo perfecto. Si la muerte se llevaba a los salvajes en la “guerra justa”, qué importaba cuando la salvación de sus almas estaba asegurada muriendo a manos de sus evangelizadores cristianos. Éstas eran las disquisiciones de la época y el primer momento en la historia que se plantea una pregunta que sirve de punto de partida para el revolucionario reconocimiento de los derechos humanos. Ah, ¿Qué quién gano el debate? Se diría que nadie, pues las cosas, lamentablemente, siguieron más o menos igual.
Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 27 de marzo de 2015