viernes, 10 de abril de 2015

Cansarse durante las vacaciones

Cantar ópera con un hawaiano que ha conocido a Richard Dawkins. Esto es algo que te puede pasar en el Camino de Santiago. No existen mejores vacaciones cuando se quiere desconectar de la rutina, ni en las Bahamas uno está a salvo de lo mismo de siempre: comodidad, wifi, tiendas, hoteles con reserva previa, itinerarios pautados... Suena bien y se agradece de vez en cuando, pero al volver de esos viajes uno tiene la impresión de que no hacía falta irse tan lejos, y si no fuera por las imágenes que uno lleva en su cámara de fotos, el periplo no tendría nada de exótico. Hay excepciones, como las de los mochileros, expedicionarios, aventureros reales que no llevan su casa encima, caminantes que se ven en la difícil decisión de escoger un solo libro para todas sus vacaciones. 

Reconozco que en los días previos al Camino surgen dudas razonables, porque a quién le apetece pasar sus días de fiesta levantándose antes de lo que lo hace en sus días laborables, yéndose a dormir a las diez y media, ser acosada por los ronquidos de hombres que por las noches son monstruos, a los que mataría sin cargos de conciencia metiéndoles el zapato más pestilente de la habitación en la boca - mi marido y yo pensamos que, en todo caso, no sería difícil un asesinato a lo Orient Express - y, finalmente, andando hasta seis horas diarias deseando llegar al albergue sin una ampolla en el pie, ni una tendinitis en la rodilla, maldiciendo los últimos metros del pueblo que hace rato que se ve pero que nunca llega. Éstas son las peores etapas, cuando la visión del final engaña porque los ojos ven sin esfuerzo lo que está todavía muy lejano para un cuerpo que está cansado. Asombrosamente, al llegar, el peregrino recupera las fuerzas quitándose las zapatillas y poniéndose las chanclas, así sale a pasear por el pueblo o ciudad como un turista más - sobretodo como uno que renquea -, a la caza de un bar o de una farmacia. Con nuestro aspecto es fácil identificarnos, entre los que no son peregrinos inspiramos un sentimiento de admiración cuando nos ven andar derechos, serenos, sonrientes y decididos, y de afecto, compasión y ternura cuando llegamos destrozados al refugio y los hosteleros nos tratan con el cariño de una madre o de un abuela. 

Vivir en el Camino es como estar dentro de una cápsula del tiempo que alarga y intensifica lo ocurrido. Dos días después de empezar el recorrido ya nadie sabe qué día es, si lunes o domingo, si 15 o 23, si marzo o abril, aunque con mucha más facilidad pueda recordar los nombres de los pueblos en los que ha estado y que unas semanas antes no habría sabido ni tan siquiera pronunciar, mucho menos localizar en un mapa. Se diría también que las amistades que allí se forjan lo hacen con un vínculo más profundo que el que une a los parroquianos del bar de la esquina, no sé si porque nos hermane una locura común: la de ir a sufrir voluntariamente durante las vacaciones y como un masoquista, disfrutar de ello. 

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 10 de abril de 2015

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