A veces querría decir lo que pienso, hacerlo encontrando las palabras justas para no ofender más de lo que ya lo hace la revelación de la falsedad que algunos viven. Ayer leí que las verdades duelen, pero que las mentiras matan. Yo de momento me callo y me traiciono un poco. Me convenzo de que el silencio es necesario para la supervivencia de un animal social que no puede ir por el mundo haciéndose enemigos. Ya se sabe que defender públicamente lo que se piensa sólo es rentable cuando se está del lado de la mayoría.
Cada día en mi muro de Facebook leo abominaciones sobre salud, alimentación, entidades divinas o extraterrestres y otras fantasías que son comentadas favorablemente y aunque siempre me tienta aguar la fiesta de la borrachera de la positividad sonriente que todo lo puede, y que cuando fracasa sólo es para ver en las desgracias la semilla de “lo mejor que le ha pasado”, nunca me atrevo a salir en defensa de la razón y de la lógica, aunque las vapuleen delante de mi y las usen como disfraz para argumentos que no superarían ningún experimento.
Me persuado de que no es una buena idea entrar en conversaciones ajenas para alertarlos de que sus creencias están al nivel de las de un niño que sostiene que si pisa las líneas que separan los adoquines de la calle algo malo le ocurrirá o, al contrario, que si recita correctamente la oración del “ángel de la guarda, dulce compañía” antes de irse a dormir, el profesor no le pedirá que salga a la pizarra a solucionar los deberes que se le resisten. Me aguanto y paso a otra cosa, deseando no encontrarme a los susodichos en persona, porque ahí se vería que soy incapaz de disimular: mi cara empezaría a poner esos gestos que mi marido imita: cejas más allá de la frente, ojos como platos - y eso es difícil teniéndolos yo pequeños y rasgados - y boca abierta de “qué me estás contando” a punto de replicar con un tono serio y tajante que no controlo, aunque intente suavizarlo alegando que no es nada personal, que yo respeto a todo el mundo, que me apena que sienta que los estoy traicionando ahora que me hallo como una infiltrada involuntaria en un mundo que por inercia sigue estando presente entre los amigos con los que un día tuve afinidad. A pesar del mal rato, no lamento haberlos conocido ni que sigan estando entre mis contactos. Son buena gente y siguen existiendo puntos de anclaje entre ambos, como siguen existiendo entre exparejas.
El peligro de cambiar de opinión es que tu entorno se vaya ajustando hasta resultar irreconocible, como si el escenario y los personajes fueran cambiando lenta pero inevitablemente hasta que todo es nuevo, incluso uno mismo. Suerte que mi pelo indomable me devuelve siempre una imagen del espejo que identifico.
Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 17 de abril de 2015
Muy acertada esta reflexión. Quien más quien menos, en más de una ocasión nos hemos tenido que morder la lengua para no contrariar u ofender a los que nos rodean y a quienes estimamos. Obviamente es muchísimo más fácil expresar una opinión cuando coincide con la de la mayoría. Luchar contra el ideario de una gran mayoría requiere una valentía que no siempre tenemos o estamos dispuestos a utilizar. Y si se trata de política, con la Iglesia hemos topado.
ResponderEliminarSaludos.
Me encanta lo que dices y como lo dices. Me siento identificada con muchas de tus afirmaciones. Lástima de vida mía cuando era joven que me tragaba como caramelos tantas y tantas bobadas acientíficas, que me llevará el resto de la vida deshacerme de ellas. Un saludo y gracias.
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