jueves, 9 de julio de 2015

Sherloca Jones en Terrassa


A Sherloca Jones le encantaban las abuelas que a las ocho de la mañana estaban barriendo su portal en bata. Algunas de ellas ampliaban fronteras y barrían casi la calle entera. No contentas con haber limpiado de hojas, papeles y colillas la acera, sacaban luego su fregona olorosa a jabón de Marsella. Sherloca Jones las miraba embobada cuando pasaba con su bicicleta. Las admiraba, le apasionaba la manera en que las abuelitas se ocupaban calladamente de la ciudad. Sherloca pensaba que ellas eran las verdaderas amas y señoras de los barrios de Terrassa, al menos ellas los cuidaban como extensiones de sus casas. Se preguntaba si como ella le hacía a su marido cuando fregaba el suelo de su apartamento, las abuelas le regañarían si pisara los adoquines antes de que estuvieran secos, si siendo transeúnte le obligarían a hacer un stop o le recomendarían una vía secundaria para continuar su trayecto. Se las imaginaba en bata y con el chaleco naranja típico de los hombres de la construcción que organizan el tránsito en las carreteras. Qué risa. 

Sherloca pensaba todo eso mientras pedaleaba y el vientecillo que se creaba por la velocidad a la que bajaba la calle Societat le rozaba la cara y le impedía morirse de calor. Mientras, todos los otros usuarios de la carretera se derretían y pasaban a ser charquitos de colores -según la carrocería- que alegraban el alquitrán negro. Fue por eso que sólo los ciclistas  urbanos sobrevivieron a la extinción que, a principios de julio de 2015, asoló a los conductores de coches, motos y camiones. Pero esa, es otra historia…