viernes, 16 de octubre de 2015

Amores perros

Siesta en casa
Ronca a mi lado mientras escribo, bueno, en realidad está durmiendo encima de mi barriga, todo su cuerpo contorsionado para hacerse un hueco en el sofá, pero no más que el mío, que se retuerce para acogerlo mientras apoyo el ordenador encima de las rodillas y estiro el brazo que ha quedado aprisionado por su cabeza, casi no me alcanzan los dedos para teclear. Soporto la incomodidad de la postura porque él lo merece y yo que todavía no tengo hijos me imagino que de momento es lo más cerca que estoy de sentir el calorcito inocente de una masa del tamaño y el peso justo para acunarlo entre mis brazos. Cierto que sus ronquidos de abuelo capaz de caer en un sueño profundo durante una pausa publicitaria -aunque en algunos canales sean tan largas que hasta yo con mi edad sucumba a veces al letargo-, alejan mi delirio materno y me devuelven a la realidad: tengo un perro y ya no es un cachorro, tiene casi 13 años, se le han caído algunos dientes y le salen verrugas de viejo en la cabeza que yo acaricio sin asco.

Aunque no es correcto decir que tengo un perro cuando incluso los extraterrestres menos avispados -y los antropólogos sin prejuicios- se darían cuenta de que es mi perro quien me tiene a mi, quien posee a un humano que atiende todas sus necesidades como un esclavo voluntario que adora a su amo. Antes de continuar, voy a asumir que escribir sobre esto es cursi y que los que no tengan un perro -que a su vez los tenga- van a pensar que lo que escribo es un alienamiento típico de mujer occidental que pasa demasiado tiempo sola en casa, que saben que hasta le leo en voz alta, que pienso que a mi perro le encanta Pippi Calzaslargas, que no puedo esconder que le he escrito cuentos; quién sabe si incluso para minar mi alegato, sacarán a relucir que hay casi más fotos de él en mi Facebook que de mi marido. Yo me podría defender de muchas formas, pero no lo haré, porque sé que los que no me entienden son unos pobres desdichados que no han gozado más que de la amistad de sus congéneres: hombres y mujeres que no se dejan dar tantos besos como un chucho bobalicón que no sabe hablar, pero sí escuchar, y que le ladra a la lluvia. Lo que sí diré es que no se piensen más cuerdos que yo, ni más distintos, o a caso se hayan olvidado de que en el fondo todos somos animales de compañía y eso no es malo, al contrario, eso es lo más bonito que se puede ser mientras vivimos y hacemos otras cosas que parecen más importantes. 

No se averguence de si tiene un perro, o incluso un gato -supongo que sirven a pesar de su fama de huraños- y lo quiere, no piense que está tratando de substituir su supuesta falta de trato con la gente con un ser vivo de menor categoría, que no le convenzan de que un humano y un animal nunca podrán ser verdaderos amigos porque su relación es una ficción, porque no son capaces de comunicarse realmente y de entenderse. Si le tachan de iluso y creen que lo suyo con su perro no es una relación genuina, sólo pregúntenles a cuantos de sus amigos les recogerían los excrementos en medio de la calle, les sacarían las pulgas y las garrapatas, los acariciarían a los tres minutos de vomitarles en la alfombra y los sacarían a dar una vuelta dos veces al día, llueva o haga sol. Quizás entonces ellos deban preguntarse no ya sólo si tienen, sinó también si son tan amigos de sus amigos como lo somos mi marido y yo de nuestro perro.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 16 de octubre de 2015