Esta no es la primera vez que empiezo a escribir un libro. Ya otras veces me he puesto delante del ordenador tratando de contar algo que pueda interesarme releer más tarde. Creo que yo soy la primera lectora perezosa de mis escritos.
El problema surge siempre cuando intento darle una forma homogénea a lo que escribo. Siento la imperiosa necesidad de etiquetar bajo patrones literarios todas estas páginas llenas de palabras que cómo único denominador común – perdonen la jerga matemática – tienen el haber sido tecleadas por mis dos manos raquíticas, demasiado pequeñas, feas, anchas y cortas, aunque eso sí, veloces en este arte mecanográfico que aprendí a fuerza de clases con máquinas de escribir de las antiguas. Luego, claro está, he alcanzado cotas de velocidad en pulsaciones que crean una musiquilla a ritmo de rock bastante graciosa, sobre todo cuando en medio de una silenciosa biblioteca pública, yo me doy prisa por acabar el trabajo de Historia.
El problema surge siempre cuando intento darle una forma homogénea a lo que escribo. Siento la imperiosa necesidad de etiquetar bajo patrones literarios todas estas páginas llenas de palabras que cómo único denominador común – perdonen la jerga matemática – tienen el haber sido tecleadas por mis dos manos raquíticas, demasiado pequeñas, feas, anchas y cortas, aunque eso sí, veloces en este arte mecanográfico que aprendí a fuerza de clases con máquinas de escribir de las antiguas. Luego, claro está, he alcanzado cotas de velocidad en pulsaciones que crean una musiquilla a ritmo de rock bastante graciosa, sobre todo cuando en medio de una silenciosa biblioteca pública, yo me doy prisa por acabar el trabajo de Historia.
Como lectora empedernida – signifique lo que signifique ese adjetivo que tiende a acompañar esta afición – me muevo entre la constante contradicción de querer emular a mis autores favoritos con obras de arte dignas de ser leídas por ellos mismos y el miedo y la vergüenza de atreverme a escribir después de haber sido testigo de que mi talento, comparado con el suyo, es ridículo.
Pero, no quiero empezar este libro con demostraciones de victimismo que no me pegan nada, sobretodo porque yo tampoco me puedo quejar de mi suerte, hasta gané algunos concursos literarios a la tierna edad de 12 y 14 años. Concédanme unas cuantas páginas más y les demostraré que si ustedes también ponen de su parte, podrán aprender algo de todo lo que digo – y si esto les suena demasiado pretencioso, dejémoslo en que al menos, podrán pasar un buen rato profundizando en la mente adolescente de una mujer de 24 años.
Antes que nada quiero advertirles que esto no es un diario personal y que no van a tener que aguantar las aburridas listas de las cosas que he hecho durante el día, de la gente que me he encontrado en el supermercado o de los sueños que soñé el mes pasado. Digamos que yo, que ya me he dado cuenta de que todo escritor siempre escribe de sí mismo - aunque lo disimule hablando de otros - no tengo ganas de gastar energía en imaginar personajes e historias que sólo van a servir de excusa para que editoriales y críticos literarios no me linchen con comentarios tipo: “su vida no le interesa a nadie”, “le sobra ambición y le falta imaginación (o más cruel aún, talento)” y “dedíquese a otra cosa, si aún así no ceja en el empeño… Piense que los blogs de Internet son y serán siempre su único balcón al mundo”.
Asumo el riesgo de que este documento de Word tarde mucho a convertirse en un libro. Esto no es un diario personal, tampoco es una novela, no es un libro de autoayuda, un libro de poemas o una compilación de artículos venidos de todas partes del mundo. A veces mi ánimo se deja llevar por los caminos del lirismo, otras por el racionalismo de un artículo de antropología, en ocasiones soy reportera en países lejanos, pero las más de las veces, tan sólo soy un ser humano que hace una de las pocas cosas que sabe hacer sin mucho esfuerzo: escribir y atosigar a la gente para que se lo lean luego.