Con tanto espacio y tiempo que ocupa la educación en nuestras conversaciones y nos dejamos lo más importante: que si a qué guardería irá el niño, que si irá a un colegio público o privado, que si hará inglés de extraescolar, que si la LOMCE es un fiasco... Pero insisto, nos dejamos una pieza clave: ¿han oído que alguien mencione la educación de los padres? ¿Se puede criar bien a un niño que se debe a una comunidad, que no es un sujeto aislado y que no vivirá en un palacio de cristal, cuando sus progenitores dicen, con una autoridad imaginada, que ellos crían a sus niños como les da la gana? Consideramos éste un derecho que quizás sólo los abuelos se atrevan a rebatir, porque al fin y al cabo, los abuelos son los padres de los padres y ellos también siguen con la idea que sustenta el error: que a sus hijos les educan ellos como les parece, aunque luego sean los primeros que paguen las consecuencias de tal osadía.
No es una medida muy popular sugerir una escuela de padres, pero José Antonio Marina lo hace y le sale bien. Es urgente que todos los que tenemos intención de traer al mundo a un niño nos apuntemos. De no hacerlo podemos seguir culpando a la sociedad y a nuestra cultura y, otra vez, al sistema educativo escolar, del fracaso de crear seres pensantes, éticos, amigables, creativos, felices. De tener pocos escrúpulos podemos incriminar a los abuelos que malcrían a los nietos, y que fueron los causantes de traumas de por vida en los padres. Es lo que llevamos haciendo durante generaciones en las que ciertos vínculos familiares anómalos se perpetúan. Hemos pensado que a ser padre se aprende mientras tanto el niño crece, hemos pensado que es natural porque, de hecho, el resto de animales así lo hace, y entre una cosa y otra nos damos cuenta de que aunque la práctica es indispensable y es la que pone a prueba la teoría, quizás podríamos haberle evitado a nuestros hijos - y al resto de congéneres con los que luego convivirá -, errores que se podrían haber prevenido con una formación adecuada.
Igual sólo haría falta recordar nuestra infancia para saber cómo deberíamos tratar a los niños. Acordarnos de lo mucho que nos gustaba que valoraran lo que hacíamos, que nos preguntaran por nuestras cosas y se tomaran en serio nuestros pequeños problemas diarios. Acordarnos de lo importante que era para nosotros que nos motivaran cuando algo nos costaba, que confiaran en que podríamos llevarlo a cabo, que nos estimularan a probar nuevos sabores o actividades, que nos dejaran rienda suelta a nuestra creatividad, siempre con el añadido de que luego lo dejáramos todo bien ordenado.
Si de mis memorias se tratara y tuviera que guiarme para educar a mis hijos, quién sabe si los llevaría al colegio, yo que odiaba el despertador de la mañana, las horas en el pupitre, los profesores que podían sacarte a la pizarra, el rato del patio lleno de corrillos criticándose mútuamente, los mediodías rotos en los que no podía acabar de ver el Príncipe de Bel Air... Por suerte mi marido tiene recuerdos muy distintos, lo que sin duda me alegra porque me obliga a pensar que quizás la escuela no esté tan mal y mi veredicto sobre ellas esté demasiado mediado por mi personalidad huraña, a la que con gusto le hubiera encantado aprender sola en casa.
No es una medida muy popular sugerir una escuela de padres, pero José Antonio Marina lo hace y le sale bien. Es urgente que todos los que tenemos intención de traer al mundo a un niño nos apuntemos. De no hacerlo podemos seguir culpando a la sociedad y a nuestra cultura y, otra vez, al sistema educativo escolar, del fracaso de crear seres pensantes, éticos, amigables, creativos, felices. De tener pocos escrúpulos podemos incriminar a los abuelos que malcrían a los nietos, y que fueron los causantes de traumas de por vida en los padres. Es lo que llevamos haciendo durante generaciones en las que ciertos vínculos familiares anómalos se perpetúan. Hemos pensado que a ser padre se aprende mientras tanto el niño crece, hemos pensado que es natural porque, de hecho, el resto de animales así lo hace, y entre una cosa y otra nos damos cuenta de que aunque la práctica es indispensable y es la que pone a prueba la teoría, quizás podríamos haberle evitado a nuestros hijos - y al resto de congéneres con los que luego convivirá -, errores que se podrían haber prevenido con una formación adecuada.
Igual sólo haría falta recordar nuestra infancia para saber cómo deberíamos tratar a los niños. Acordarnos de lo mucho que nos gustaba que valoraran lo que hacíamos, que nos preguntaran por nuestras cosas y se tomaran en serio nuestros pequeños problemas diarios. Acordarnos de lo importante que era para nosotros que nos motivaran cuando algo nos costaba, que confiaran en que podríamos llevarlo a cabo, que nos estimularan a probar nuevos sabores o actividades, que nos dejaran rienda suelta a nuestra creatividad, siempre con el añadido de que luego lo dejáramos todo bien ordenado.
Si de mis memorias se tratara y tuviera que guiarme para educar a mis hijos, quién sabe si los llevaría al colegio, yo que odiaba el despertador de la mañana, las horas en el pupitre, los profesores que podían sacarte a la pizarra, el rato del patio lleno de corrillos criticándose mútuamente, los mediodías rotos en los que no podía acabar de ver el Príncipe de Bel Air... Por suerte mi marido tiene recuerdos muy distintos, lo que sin duda me alegra porque me obliga a pensar que quizás la escuela no esté tan mal y mi veredicto sobre ellas esté demasiado mediado por mi personalidad huraña, a la que con gusto le hubiera encantado aprender sola en casa.
Artículo publicado en el Diari de Terrassa 23 de octubre de 2014