sábado, 4 de octubre de 2014

Cuentos que empiezo...

Todos los domingos después de comer, Diego saca de su caja el tren eléctrico que guarda desde que tenía cinco años. Mientras el resto de la casa dormita, él monta una a una las vías y se entretiene en limpiarlas con un paño que deja el latón tan brillante que hasta le molesta, sin duda quiere que su juguete siga estando en perfecto estado pero no tanto que parezca nuevo y desmerezca el valor que tiene como reliquia de coleccionista. Su mujer hace tiempo que ha dejado de criticar que Diego se gaste tanto dinero en el “dichoso trenecito” y si bien es cierto que algunos meses ha comprado más piezas de recambio para la locomotora, de las que el sentido común dictaría para un hombre de 57 años, también lo es que siempre que lo hace, le compra un libro a Almudena. Ahora que ambos tienen que compartir el mueble librería del estudio para guardar sus caprichos, las discusiones se producen por quien ocupa los estantes más accesibles. La solución llegará el día en que Diego le compre una escalerita de madera a su mujer, que ha soñado toda su vida con tener una biblioteca tan alta como para necesitar subir escalones, pero para eso todavía faltan unos años, en concreto hasta que su nieta cumpla siete (para eso quedan tres) y pase un fin de semana con ellos, durante el cual verán la reposición de la película de Walt Disney, La Bella y la Bestia. Almudena comentará entonces, entre suspiros, lo que daría por tener una biblioteca como la de la película, con libros que lleguen hasta el techo. Diego sabrá entonces de la extravagancia de su mujer, y aunque se burlará un poco (“Ay, Almudenita, tu eres tan bajita que necesitas peldaños para llegar hasta tu cabeza”) no tardará ni dos días en llegar a casa con la escalera.

Diego no siempre ha sido un apasionado de los trenes, de hecho el juguete fue un regalo de su padre que, desesperado, probó a curarle la siderodromofobia que el médico del pueblo le había diagnosticado. Un médico obsesionado con Freud, por el que supo de la existencia del miedo a los trenes, pues no en vano se dice que el fundador del psicoanálisis la padecía. El doctor Don Antonio Bermúdez de Alameda probó con el pequeño Diego la hipnosis, y a parte de conseguir que el niño se durmiera - lo que a su madre le parecía suficiente, porque los chillidos que el niño daba cada vez que se oía el tren la tenían desquiciada -, no pudo lograr que una vez despierto pudiera saludar a los pasajeros del tren embobado, como hacían todos los chiquillos del pueblo.

El pequeño Diego vivía justo delante de la estación, y si no fuera porque a su padre, el mes de julio de 1962 le había ido muy bien en la carpintería no habría podido comprarle el tren de juguete en uno de sus viajes a Burgos. Cuando el señor Amadeo empezó a montar el tren en el suelo frío de la cocina, no esperaba que su hijo se acercara a ayudarlo tan rápidamente. Al cabo de media hora, el niño miraba fascinado como la locomotora y los vagones trazaban círculos alrededor suyo. A partir de ese día, la señora Mercedes, la madre de Diego, dejó de ponerle piedras a las vías, esperando que el tren descarrilara y no volviera a pasar nunca más por Briviesca.

Bruno despierta a Almudena puntualmente, y aunque ella lo intenta convencer de que se espere diez minutos, el perro no atiende a razones y aumenta la carga de su demanda compaginando ladridos severos con aullidos lastimeros. La mujer no entiende porqué Bruno no le pide salir a pasear a su marido, que no está durmiendo, pero acepta el favoritismo a regañadientes y se despereza. Diego está acabando de conectar los cables de la lamparita que se ilumina dentro del tercer vagón de pasajeros; hacía semanas que estaba moribunda, con un parpadeo que había acabado por languidecer esa misma tarde.

Media hora después están los tres andando por el camino que lleva hasta Agés y que forma parte de la ruta del Camino de Santiago, aunque en sentido contrario, porque ellos salen de Atapuerca.