¡Qué alivio! No soy rara, soy danesa. Ahora también entiendo mi obsesión por guardar las cajas metálicas de las galletas de mantequilla, las que mojadas en té son deliciosas, a secas un poco sosas. Mis padres me han asegurado que no tengo orígenes vikingos, pero los hechos mandan, cómo sino vería Copenhagen como vi el otro día en Salvados y sentiría que la bicicleta me llama para recorrer los 2.100 kilómetros que me separan y quedarme, tranquila porque mi Brompton no sería objeto de deseo de ningún peatón sin escrúpulos como el que, muy probablemente, hace un par de semanas se llevó mi ordenador, descuidado unos minutos en la entrada de mi casa. Ladrones, drogadictos, desesperados, me dicen mis interlocutores cuando les explico con pesar la anécdota. Yo niego con la cabeza y me pongo rotunda: gente normal que comete delitos cuando sabe que nadie le ve. Perdí el ordenador, perdí información que no se había grabado en la nube, pero sobretodo perdí de nuevo la confianza en nuestra sociedad, que se llena la boca con la corrupción de otros. Aunque no se preocupen, soy tan pequeña que mi cuerpo en poco tiempo renueva todas sus células y si mis neuronas no se obstinan en seguir pensando que la banalidad del mal nos acecha cuando la ley no nos amenaza, en poco tiempo volveré a gestar esperanzas y me creeré que un mundo mejor es posible. Un mundo donde la tienda en la que compraste el ordenador (y el que substituyó al substraído) preste colaboración cuando, después de enterarte de que pocas horas más tarde del robo del portátil alguien compró un adaptador de corriente, no se niegan a que hables con los dependientes para ver si puedes averiguar algo.
Dinamarca, el país donde la felicidad y el suicido van de la mano, y no porque se mueran de risa, no, que el disparate es menos cómico, pero hay causas que podrían explicarlo. Según Andrew Oswald, investigador de la Universidad de Warwick y responsable de un estudio titulado “Contrastes oscuros: la paradoja de altas tasas de suicidio en lugares felices”, los factores que hasta ahora se habían atribuido al índice de suicidios, como las escasas horas de luz solar en invierno, no serían tan relevantes como que “las personas descontentas pueden sentirse particularmente hastiadas de la vida en lugares felices. Estos contrastes pueden incrementar el riesgo de suicidio. Si los seres humanos estamos expuestos a los cambios de humor, las comparaciones con los demás pueden hacer más tolerable nuestra existencia en un ambiente donde otros son completamente infelices.” Esta explicación se constata cuando la investigación se lleva a cabo también entre localidades, como se hizo en Estados Unidos. Así, qué trágico, parece que los seres humanos somos felices si los de al lado están peor o al menos tan mal como nosotros. Cuándo comprenderemos que la virtud y la alegría del otro no es una amenaza para la nuestra, que no nos vuelve más feos ni más tristes de lo que ya estemos y que para evaluar nuestro estado sólo hace falta compararnos con la mejor versión de nosotros mismos, no fuera a ser que de tanto mirar al vecino empezáramos a envidiar hasta su calva.
Dinamarca, el país donde la felicidad y el suicido van de la mano, y no porque se mueran de risa, no, que el disparate es menos cómico, pero hay causas que podrían explicarlo. Según Andrew Oswald, investigador de la Universidad de Warwick y responsable de un estudio titulado “Contrastes oscuros: la paradoja de altas tasas de suicidio en lugares felices”, los factores que hasta ahora se habían atribuido al índice de suicidios, como las escasas horas de luz solar en invierno, no serían tan relevantes como que “las personas descontentas pueden sentirse particularmente hastiadas de la vida en lugares felices. Estos contrastes pueden incrementar el riesgo de suicidio. Si los seres humanos estamos expuestos a los cambios de humor, las comparaciones con los demás pueden hacer más tolerable nuestra existencia en un ambiente donde otros son completamente infelices.” Esta explicación se constata cuando la investigación se lleva a cabo también entre localidades, como se hizo en Estados Unidos. Así, qué trágico, parece que los seres humanos somos felices si los de al lado están peor o al menos tan mal como nosotros. Cuándo comprenderemos que la virtud y la alegría del otro no es una amenaza para la nuestra, que no nos vuelve más feos ni más tristes de lo que ya estemos y que para evaluar nuestro estado sólo hace falta compararnos con la mejor versión de nosotros mismos, no fuera a ser que de tanto mirar al vecino empezáramos a envidiar hasta su calva.
Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 7 de noviembre de 2014