Este pasado puente de diciembre me quedé en casa. Lo que yo no sabía era que no yéndome de viaje la gente haría una lectura concreta de mi estancia en Terrassa. Lo comento porque el domingo en Mercantic - un lugar obligado para los amantes de las antigüedades - un vendedor me dijo que, a pesar de la multitud de posibles clientes que rodeaban el recinto, los que quedábamos - los que no nos habíamos ido a esquiar o a la otra punta de Europa aprovechando los cuatro días de fiesta seguidos - éramos los pobres. Salvo excepciones, supongo que tenía razón porque tener un extenso álbum de fotografías nuestras alrededor del mundo es un bien de prestigio indiscutible. Antes de los viajes, y todavía, las joyas cumplían esta función, tanto como luego los artículos de marca. Marcas que forman parte de un lenguaje común que todos dominamos y que nos transmite sutil pero inequívocamente el estado financiero de sus porteadores. Por eso existen las falsificaciones y la gente las compra, pues es su manera de demostrar - si no los descubren - que poseen tanto dinero que lo pueden derrochar adquiriendo accesorios, es decir, objetos secundarios, no realmente necesarios, y además lujosos. Eso explica también que existan objetos casi vulgares de tan ostentosos, como ya lo son hoy las fundas de muelas bañadas en oro, y me imagino lo serán algún día las, por ejemplo, fundas de móvil con cristales de Swarovski.
Pero, ¿quién querría despilfarrar el dinero en tonterías, a veces incluso, en perjuicio de otros bienes necesarios, si no fuera porque sabe que la exhibición de la riqueza abre puertas? Si esos mismos, y los que les siguen la corriente, supieran que están cayendo en la trampa de la falacia ad crumenam quizás invertirían su dinero de forma más lúcida. Según ésta, consideramos válidas las afirmaciones que hace el rico por serlo. ¿Cuántas veces han oído aquello de “si eres tan listo, ¿Cómo es que no eres rico?” o “este hombre no puede ser un estúpido, gana mucho dinero” o incluso “la nueva ley, es una buena ley, porque los que se oponen a ella son gente con pocos recursos económicos”?. Así, tener dinero es tener autoridad, aunque ficticia, porque la veracidad de un hecho o de una afirmación no depende de la persona que la realiza sino de las pruebas o argumentos que presenta. Los cristianos bíblicos y algunos grupos populistas, al contrario, caen en ad lazarum y piensan que la apelación a la pobreza otorga a sus emisores una carga de honestidad y virtuosismo y, por lo tanto, sus afirmaciones deben ser correctas.
Todo esto no pasaría si viviéramos en una sociedad recolectora, donde no hay estratificación social, donde el grupo es igualitario porque no pueden acumular nada, o hacerlo iría contra su estilo de vida, generalmente nómada. Yo que vivo en esta sociedad productora de la que, a pesar de todo, no reniego, también juego a tener bienes de prestigio, y me cuesta mostrarlos, no se crean, porque no se ven, ni se oyen, excepto cuando hablo mucho y se nota que yo lo que quiero es acumular conocimientos, pero sin quitárselos a usted, no se preocupe, pues lo bueno del saber es que ni ocupa lugar - mi piso da fe de ello - ni impide que otros también lo posean.
Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 12 de diciembre de 2014