Diciembre, imposible no hablar de la navidad y quizás poco afortunado publicar que soy atea. Aún faltan 20 días y todavía es más bochornoso confesar que yo ya hace al menos una semana que decoré la casa, árbol de navidad incluido, pero es que este año los regalos también me llegan antes y de forma inesperada. Supongo que compensan el noviembre horrible - dos robos incluidos - en el que además constaté que me hago mayor después de ver un video sobre los swags, una tribu urbana de adolescentes unidos por una estética que mezcla el hiphop y el preppy con lo cani, es decir, lo cool con lo quillo, los integrantes de la cual sólo aspiran a hacerse famosos en Facebook colgando, entre otras, fotos de como bailan un reaggeton acelerado; por eso espero que entiendan que después de ver el reportaje, acabara pronunciando frases típicas de abuelo, desde el “yo ya no entiendo a los jóvenes” a “el mundo no tiene futuro si estos chavales son los que un día lo tienen que dirigir”. Cuando alguien empieza a hablar así definitivamente ya no puede obviar que pertenece al mundo de los adultos consumados, y ni las tradiciones infantiles, como la de abrir cada día ventanitas del calendario de adviento le sirvan para quitarse años. Aunque para ser honesta, quién sabe si mi estilo y mis gustos no sean menos excéntricos, a pesar de que estén menos mal vistos. Y ahí es cuando entran alguno de los regalos adelantados de esta navidad: toparme con la película The Man from Earth, disponible en internet, y con la serie Sherlock. Con la primera descubrí que como futura antropóloga quizás encuentre trabajo en el mundo de la ciencia ficción, con la segunda que hay vida después de Breaking Bad.
Pero no se asusten, no me estoy volviendo teleadicta, aunque algunas noches quisiera poder engancharme delante de la pantalla - una más lejana que la del teléfono y el ordenador - y disfrutar del espectáculo. Pasa pocas veces, algunos sábados por la noche, en el debate de la Sexta, cuando Inda hace de malo y dice cosas tan estúpidas que consigue que su semejante ideológico, Marhuenda, me caiga bien. Qué odiosas, pero necesarias, son las comparaciones, de otra forma cómo entenderíamos el mundo sin tener puntos de referencia. Eso vale para las chicas que cuando salen a la discoteca siempre tienen una amiga más alta y más rubia y para los hombres que cuando salen a ligar siempre tienen a su lado a un amigo que, igual de gracioso que él, sabe cuando callarse para no resultar pesado. Como escribí hace aproximadamente un mes, es importante escoger bien la compañía, no fuera a ser que la mala nos llevara por el camino incorrecto y la excelsa nos apartara a un lado y entre unos y otros nos convirtiéramos en unos mediocres. Aunque no es fácil rodearse de gente más inteligente y más valiosa que uno mismo, primero porque el sesgo cognitivo nos impide reconocerlos y segundo porque el orgullo dificulta estar con ellos en una misma habitación. Fíjense que pienso que éste es precisamente el problema de muchas parejas, que se enamoran porque admiran al otro y se desenamoran porque no pueden soportar la competencia. Afortunadamente no es mi caso, yo que tengo claro que mi marido es mejor que yo en muchos sentidos, pero que juntos valemos aún más.
Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 5 de diciembre de 2014