Me encantan los trenes. Odio las estaciones. Disfruto los viajes largos en los que no hay transbordos. Puedo estar tres horas en un vagón, sentadita, calladita, mirando por la ventana, sabiendo que estoy en el lugar adecuado y no temiendo haberme equivocado cogiendo el tren en el sentido contrario.
Detesto los viajes cortos con paradas recurrentes, en las que al abandonar los raíles hay escaleras mecánicas, túneles y paredes con baldosas que parecen de baño, llenas de graffittis, carteles por todos lados en los que pone lo mismo pero al revés y yo desorientada ya no sé si vengo del o voy al Tibidabo.
Me angustia verme perdida, rodeada de gente que sí sabe a dónde va y que debe pensar que soy una pueblerina, y por no atreverme a preguntar asumo subirme al tren sin estar segura, porque ha venido uno y está delante de mi y tengo que decidirme rápido, se me acelera el corazón, las alarmas que indican que las puertas se cierran están a punto de sonar, subo por si acaso: me reventaría pensar que dejo pasar el tren apropiado, eso me haría sentir mucho más tonta que coger uno incorrecto. Dentro voy pendiente en todo momento de las lucecitas rojas intermitentes que marcan las próximas paradas, incrédula hasta no ver la mía y finalmente fascinada de haber sido capaz de salir del laberinto del inframundo urbano. En la calle, luz.