Los ateos con experiencia ya deben haber aprendido. Yo que todavía soy novata, estoy en ello. Cuando uno es religioso suele estar a salvo del pesimismo, es natural si se supone que tu dios no querría hacerte daño, incluso aunque a veces lo parezca, claro que eso es sólo -dicen los que entienden- porque el fiel no comprende los designios del todopoderoso. Así, los creyentes pueden ir despreocupadamente tranquilos por la vida, al fin y al cabo, son hijos del eterno y su progenitor sólo quiere lo mejor para ellos. Yo que ahora soy huérfana de padre celestial, he tenido que hacerme cargo de mi misma a contrarreloj, eso sí, siempre rodeada de familiares de carne y hueso que me apoyan.

Ahora que soy una escéptica me he vuelto muy cauta en el cálculo de probabilidades cuando valoro el triunfo a mi favor en cualquier empresa. Ahora que sé que no hay justicia natural ni divina -y la humana, como tal, no es perfecta- se me antoja errática la posibilidad de que las cosas salgan como yo quiero. A veces el empeño no gana la batalla contra el azar, que es caprichoso, además de ciego, y favorece o perjudica sin ton ni son; otras ni la excelencia en los resultados vence las circunstancias en contra, sean históricas, culturales, sociales o geográficas.
Y aún así, sé que hay margen para ser positivo de forma madura y lógica, que caer en el fatalismo tampoco es racional y que de tener que aguardar resultados fuera del alcance de mi mano, quizás es preferible esperar lo mejor estando preparado para lo peor. Como he dicho, yo estoy todavía aprendiendo esta nueva forma de confrontar el mundo. Es duro y supongo que preferiría que un dios bondadoso y honesto existiera, pero mi anhelo no lo hace real. Hace ya muchos años superé la muerte del Ratoncito Pérez, la de Papá Noel y la de los Tres Reyes Magos. Dejar atrás este otro espectro vetusto de barba blanca, sólo es abandonar otro personaje infantil más.
Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 13 de noviembre de 2015