Las cosas (malas) siempre es peor pensarlas que pasarlas. Eso decía la madre de la amiga de una amiga. Tenía razón, tanta que en 1984 la Academia de Filósofos Prácticos le otorgó el galardón a la mejor frase del año, y eso que competía con citas de la talla de Woody Allen y Oscar Wilde. Gumersinda había sido también escogida la mujer más sabia de su pueblo y ahora cada verano viajaba invitada hasta Ohanes a inaugurar las fiestas mayores. Parecía ser que en Terrassa, donde vivía desde hacía más de cincuenta años, estaban pensando ponerle su nombre a una biblioteca. Tantas atenciones le abrumaban, pero estaba contenta.
Nunca se habría imaginado que una frase tan obvia fuera a ser considerada tan importante, o ¿a caso nunca nadie había experimentado el miedo inútil previo a los exámenes (universitarios, médicos, de conducción…), y se había prometido no volver a perder el tiempo pensando lo peor de esas pruebas que habían resultado ser asequibles? Claro que no todo el mundo, como ella, había pasado una posguerra, la muerte de su madre siendo niña, las Navidades sin apenas regalos y la incapacidad para disfrutar del chocolate 90% cacao, y aunque no se podía subestimar el valor que hacía falta para atreverse a ser feliz en tales condiciones, también era cierto que los días pasaban sin que hubiera tenido que recorrer a fuerzas sobrehumanas; con todo había podido ella, que sabía que no existen las vidas sin problemas y que por eso ante cualquier disgusto se mostraba serena. Sabía que lo importante era no darle alas a la imaginación, y la suya de tanto domesticarla se había convertido en algo parecido a una gallina, impedida para volar.
Lo que nadie sabía era que Gumersinda temía que también fuese verdad otra frase que le rondaba en la cabeza. ¿Y si fuera cierto que las cosas (buenas) siempre es mejor pensarlas que pasarlas? Por suerte o por desgracia, sus alegrías le habían cogido siempre tan desprevenida que no sabía si en este caso el júbilo fantaseado mermaba el efecto del real. Qué triste sería comprobar que sí, que la realidad nunca era tan horrible como en sus peores pesadillas, pero tampoco tan fantástica como en sus mejores sueños.