viernes, 11 de abril de 2014

Cuento para mi perro

El Dr. Slump trasvestido de Bob Marley-Cleopatra
Mi perro, el Dr. Slump, es el único que me escucha cuando no hay nadie más en casa y yo leo en voz alta lo que escribo. Se ha tragado trabajos universitarios sobre geografía humana, artículos de opinión mensuales y algún que otro exabrupto cuando el ordenador falla. A veces también le leo historias escritas por otros, pero entonces se da cuenta y deja de hacerme caso. A él sólo le gusta lo que yo escribo. Por eso he decidido dedicarle un cuento que tratará sobre los temas que a él más le apasionan: el queso, los tomates, las botellas de plástico vacías, orinar y oler orines, vomitar en la alfombra, escarbar la tierra de la maceta donde desde hace cuatro años sobrevive a duras penas el jazmín o observarnos con indiferencia, a mi marido y a mi, desde el otro lado del salón mientras le llamamos para que suba al sofá. Sabemos que también le encanta el tenis porque sus abuelos humanos nos lo dijeron después de pasara una temporada con ellos y comprobaran como movía la cabeza siguiendo la pelota en los partidos televisados de Rafa Nadal. Además, no desperdicia la ocasión de tirar la ropa tendida para luego tumbarse sobre ella o aprovechar cualquier rayo de sol para recibir las señales de sus compañeros extraterrestres, pues estamos convencidos de que nuestro perro es un alienígena camuflado que ha venido a espiarnos. Mi marido y yo le damos pistas falsas para despistar a sus superiores. 

Actualmente, la raza alienígena corporeizada en can debe pensar que:

1.Todos los humanos bailan el baile de la hipoteca a primeros de mes, después de conseguir pagarla.
2.Todos los humanos ordenan los libros por colores.
3.Todos los machos humanos les dicen a sus esposas que el perro les ha obligado a comprar cerveza.

Érase una vez un perro-doctor especialista en robótica. Vivía en en una casita de plástico en la terraza de un ático. En invierno también alquilaba una habitación interior con baño incorporado que los propietarios usaban sin su permiso para orinar y ducharse. Lo aceptaba porque él a veces también usaba, sin que ellos se dieran cuenta, su cama. Siempre que podía aprovechaba para subirse y saltar en el colchón como si estuviera en una cama elástica. Le encantaba.

Una tarde, el perro-doctor estaba en la terraza tumbado - muy cerca del pipí que se había hecho hacía media hora y que se estaba estendiendo como un riachuelo que amenazaba con mojarle las patas traseras -, cuando apareció un tomate delante suyo. Un tomate grande y rojo que se había espachurrado un poco con el impacto. Como el perro-doctor no era humano, no perdió tiempo preguntándose de dónde había salido, por qué era tan afortunado, qué pasaría luego o si al fin y al cabo tanta suerte era peligrosa y más valía desconfiar y no tocar nada. Así pues, se comió el tomate de un bocado, sin masticar, sin ensalivar. No le supo a nada, por eso y porque se le quedó atascado en su pequeña garganta, lo vomitó entero, no sin un considerable esfuerzo que le hacía deambular de un lado para otro de la terraza tratando de sacar de su cuerpo el tomate con unos espasmos, convulsiones y quejidos grotescos, que le hacían parecer la niña del exorcista en versión perro. Un cuarto de hora más tarde, degustaba su tomate, que tenía un aspecto nauseabundo pero que debía saber mejor adezerado con los jugos gástricos regurgitados, de otro modo nadie entendería que lamiera con tanto afán sus bigotes.

Pasaron las horas y ningún otro tomate apareció por el horizonte. Tenía sed pero los propietarios de la casa se habían vuelto a ir sin llenarle el bebedero. Si seguían así los abandonaría. De acuerdo que el señor de la casa lo sacaba a pasear dos veces al día y que le mimaban más de lo que él soportaba - ¿desde cuando a un animal de su categoría le gusta que le digan cosas como: ay mi bebé, chiquitín-preciosín-boniquín o patata gorda? - pero empezaba a sospechar que lo estaban poniendo a prueba: se habían dado cuenta de que podía hablar y lo estaban llevando al límite para que, tarde o temprano, se quejara y dijera, en su voz a lo Sembei Norimaki: “Perdonen, pero me estoy deshidratando”. No iba a consentirlo, antes saldría volando, porque el perro-doctor no era en realidad un doctor, por supuesto. Tampoco era un perro. Eso era lo que nadie sospechaba. Sabía que corrían rumores de que era un extraterreste venido de más allá de Plutón con el objetivo de espiar la raza humana, grabarlo todo con sus ojo-cámaras y emitir un reality-show en su planeta, pero nada de eso era cierto. Él era en realidad un dragón blanco, se llamaba Fújur, y antes de que cualquier niño se diera cuenta, debería volver a las páginas de la Historia Interminable.