No siga leyendo si le incomoda la sinceridad extrema. Hoy de nuevo sé que no estoy embarazada. Desde hace casi un año vivo en un déjà vu mensual que sigue un ciclo terrorífico de ilusión-decepción. Si la menstruación me tarda un par de días en llegar empiezo a mirar cunas. Tonteo con los foros de mujeres que se preguntan si un leve dolorcillo en el pecho, un bostezo que dura mucho o un poco de ardor estomacal será síntoma de embarazo. Los leo y me convenzo. No voy a hacerme la prueba porque entonces sabré que mi imaginación me engaña, pero qué bien se está pensando que esta vez por fin ha llegado. Luego ya me angustiaré por si el embrión no sobrevive la fecha límite que siempre le da mi cuerpo: dos meses a lo sumo.
Mi marido y yo somos perfeccionistas, de esos que tienen un láser métrico en casa porque la cinta de toda la vida no es suficientemente exacta, de los que han pensado y diseñado un mueble para que la distribución de los botes en el armario sea la más apropiada, de los que se pasaron dos horas discutiendo dónde guardarían el aspirador, en aras de la comodidad y la estética. Por eso supongo que siento que a nuestra familia le falta algo sin un hijo, que es, en definitiva, defectuosa. Y eso que nuestro perro se porta como un bebé, ahora que cada noche nos despierta tres o cuatro veces porque o bien tiene sed, o insomnio o calor o véte tu a saber. Fantaseo con darle el biberón.
Las madres y los padres siempre dicen que su hijo es lo mejor que les ha pasado en la vida. Me tienta comparar todo lo que me ha pasado a mí para ver si todavía sigo perdiendo y ni mi estancia en un campo de refugiados, ni mi relación maravillosa con mi marido, ni mi excitante vida universitaria, ni esta sensación que tengo cuando escribo, ni nada de lo que he hecho o hago sea como tener un niño. A veces soy mala y me apeno de las madres enajenadas que ya no disfrutan de nada más que de tener a su hijo encima, las compadezco porque están como drogadas y la evolución las domina, pero me dura poco y aunque yo acabe siendo una zombi más supeditada al apego instintivo de las crías, quiero saber qué se siente. ¿De verdad preferiré ver gatear a mi hija que leer a Richard Dawkins? ¿De verdad no me arrepentiré de, si llega el caso, no haber acabado mi doctorado? A veces pienso que soy poco maternal, que en el fondo yo sólo quiero tener hijos porque, otra vez, querría decir que ya sí, mi familia es perfecta, sobretodo si el niño es tan guapo como su padre. Quizás yo no querría tener un niño si me diera cuenta de que lloran y no se callan, de que despiertan también un instinto, con perdón, asesino, y de que duran siempre y en todas mis horas muertas y mis viajes -también en los que de jubilada esté dando vueltas por el mundo en autocaravana con mi marido-, tenga que llamarlo(s) para que mi mundo esté en paz, para que pueda estar tranquila, como cuando no tenía hijos de los que preocuparme.
Si ha seguido leyendo hasta aquí, no me imagine llorando desconsolada, tocándome el vientre plano, cerrando las pestañas de los foros de mujeres que anhelan estar embarazadas. Estoy bien, no necesito que me consuele. No es una buena idea decirle a una mujer en esta situación que no pasa nada, que no se obsesione, que todo llega o incluso que conoce a alguien que le llevó huevos a Santa Clara. No se lamente por mi, prefiero que me diga, aunque sea mentira, que los niños son un agobio. Espero contradecirla un día y mientras tanto jugar a romper este tabú y el silencio de las mujeres que se desangran.