Dora tiene 30 años y quiere estudiar ingeniería aeronáutica. Cree que así podrá construir una máquina del tiempo. En su cabeza tiene forma de nave espacial y porque va tan rápido es capaz de llegar a los lugares antes de que ocurran las cosas. Dora quiere montarse y retroceder al pasado. Cuando la gente le pregunta a qué época le gustaría viajar, si al Cámbrico, al Terciario, a la Edad Media o al Renacimiento ella se queda en silencio. Los que conocen los delirios de la mujer tratan de disuadirla diciéndole que nunca lo conseguirá. Dora no pretende convencerlos, y sólo si la molestan mucho les cuenta que su máquina no necesitará mucha tecnología, que será factible porque será modesta: ella sólo quiere desplazarse un poco, ni tan siquiera un siglo, sólo desea volver a su infancia, a las vacaciones que empezaban antes de San Juan y se quedaba con su abuela, a los días en que cocinaban bizcocho de yogur de limón, a las mañanas en que le ayudaba a regar las plantas de su patio, a las tardes en que salían a la calle a comer pipas con las vecinas y a las noches cuando, después del Telecupón, y si la convencía, jugaban al parchís juntas. Dora mira a sus interlocutores para ver si lo han entendido y entonces son ellos los que se callan, se apiadan y la animan a que construya su máquina del tiempo.