Me dan miedo algunos libros. Son obras sin personajes monstruosos ni tramas violentas, y aún así me asustan. Será porque contienen información que puede trastornar mi vida. Ya me ha pasado antes, de hecho falta poco para que se cumpla el primer año de mi lectura del Espejismo de Dios de Richard Dawkins, y les avanzo que celebraré una fiesta muy pagana, quizás oficiada en el CERN. Leí el manifiesto ateo sin intuir que me desgarraría, pensaba que era un libro inofensivo, cuán equivocada estaba. Por eso ahora que sé que hay obras que son letales, las busco ansiosa y las leo temerosa, y a riesgo de parecer perturbada, masoquista o sádica, lo hago porque es la única manera que conozco para no atrofiarme, para obligarme a reflexionar sobre mi propia manera de ver el mundo. Para que sirva, tengo que ser honesta, y si lo que leo contradice lo que yo pensaba que sabía, y no encuentro forma posible de refutar los argumentos -y mi marido, al menos, sabe que soy bastante buena en eso-, entonces tendré que abandonar mis viejas ideas y actuar en consecuencia. Yo me rindo ante la autoridad de las demostraciones y los razonamientos, quizá porque soy orgullosa y prefiero corregirme (admitiendo mi error) que vivir disimulando que no estoy equivocada.
Por eso ahora el libro Salvar una vida de Peter Singer amenaza mi statu quo. Todavía más porque es un libro sobre ética que me interpela no sólo a modificar mi concepción de los vínculos que me unen al resto de seres humanos, sino sobre todo mi conducta en relación a ellos. Singer me pide que pase a la acción y yo no sé negarme cuando la exposición de sus conclusiones es de una lógica tan aplastante que no me da opción a replicarlo. De momento, sé que si no llevo a cabo lo que Singer propone será por falta de voluntad, tendré que asumir que soy una persona menos comprometida de lo que me gustaría, vivir con este dilema que me revela que no hago todo lo que pudiera (¿debiera?) para salvar una vida, sumarme a la legión de las personas que aborrezco y que dicen que ellas tienen derecho a hacer lo que les venga en gana, como si ese derecho fuera legítimo cuando entra en conflicto con el derecho de otras personas a vivir, como si se admitiera que no se está dispuesto a hacer el menor sacrificio por los otros, aunque sepamos -o incluso sólo sospechemos- que nuestra pequeña acción pudiera significar su salvación.
Releo lo que escribo y me fastidia parecer una monja. Sin embargo, sé que mi discurso no proviene de un dogma, sino de una aproximación científica -metódica, imparcial, escéptica- a las evidencias que derivan de la minimización del impacto de mi vida sobre otros seres vivos, sobre el planeta, sobre el futuro. Por eso no me apenaría olvidarme de Singer y de poner su ética en práctica si alguien me demostrara con igual contundencia que hay margen para la discusión. También por el mismo motivo cuestionaría seguir siendo vegetariana. Si de repente mañana alguien prueba que mi dieta es perjudicial para mí y para el mundo o, incluso, que es ineficaz para combatir las cuestiones agroalimentarias relacionadas con el sufrimiento animal, la huella ecológica e hídrica o la soberanía alimentaria, entonces también mañana mismo empezaría a llenar mi nevera de hamburguesas.
Para acabar, deben disculparme, parece ser que a la gente no le gusta que le hablen de estos temas, como si actuar éticamente sólo fuera una opción personal, pero ¿de verdad no existe ninguna obligación moral? Queda inaugurado el debate.
Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 19 de junio de 2015
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