viernes, 26 de junio de 2015

Matemáticas para poetas

Los números se me dan fatal. Hace años lo reconocía con orgullo, siempre añadiendo que yo era de letras. Sigo escribiendo mejor que calculo, aunque ya no me parece nada virtuoso necesitar papel y lápiz para las operaciones simples. Hasta no hace mucho pensaba que no se podía destacar en ambas disciplinas, como si las cifras y las letras requirieran una dosis de inteligencia inversamente proporcional, de manera que si quisiera dominar ambas, sólo pudiera hacerlo en una categoría de mediocre. Supongo que me equivocaba. De pequeña no se me daban tan mal las matemáticas, aunque recuerdo que era la única asignatura con deberes que me exasperaban. Se me resistían algunos problemas y bajo el enunciado, el folio empezaba a nublarse de tantos borrones y cuenta nueva -nunca mejor dicho- como me veía obligada a hacer. Odiaba el tono grisáceo de las páginas de la libreta de matemáticas. Admito un uso desmesurado del papel entonces, yo que era tan meticulosa con la presentación y no quería hojas sucias en mis cuadernos. 

Con los años me he dado cuenta de que tengo discalculia. Suena a broma pero no les miento: qué liberación saber que no soy torpe con las cifras, lo que pasa es que estoy enferma. La discalculia es la dislexia de los números y en mi caso se traduce en las inversiones numéricas: igual te pongo un 13 que un 31. Imagínense el drama siendo yo niña cuando en un problema sobre trenes separados por tantos quilómetros y cada uno a una velocidad determinada, yo nunca pudiera evitar el choque si después de leer el enunciado, desordenara las cifras sin darme cuenta. Recuerdo repasar las operaciones con ahínco y aún así no obtener la solución que se suponía acertada. En ocasiones me parecía estar volviéndome loca, apuesto a que mi madre también lo pensaba después de verme arrancar las páginas de la libreta mientras chillaba, lloraba y pataleaba.

Pensarán que ponerle remedio es tan fácil como estar bien atenta, pero les juro que incluso ahora que sé que padezco una disfunción y repaso metódicamente las cifras que escribo, todavía soy presa del espejo de mi mente que se empeña en leer lo que está del revés en el papel. Imagino que fue así como empezó todo y mi aversión a las matemáticas me llevó a enfrascarme en estudios cuanto más puros en letras mejor. No habría nada de malo en ello si con eso no me hubiera vuelto una mujer anumérica, una analfabeta matemática, como dice John Allen Paulos a expensas, por ejemplo, de estadísticas muy gráficas pero erradas, de confundir milagros con probabilidades, correlaciones con causalidades y, en definitiva, de ser vulnerable a la pseudociencia que, además, reproduce una imagen según la cual el interés por los números nos impide preocuparnos por los grandes temas de la naturaleza, que pretende convencernos de que las matemáticas pueden deshumanizarnos. 

Si se han hecho adultos con mi mismo problema -sean o no discalcúlicos- o si tienen hijos que empiezan a renegar de las cifras, dediquen este verano a leer “El diablo de los números” de Hans Magnus Enzensberger y asómbrense de la pasión por las matemáticas que les despertará un cuento para niños.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 26 de junio de 2015

No hay comentarios:

Publicar un comentario