jueves, 3 de diciembre de 2015

Cuentos de Navidad: Los humanos que no existen

Después de tanto artículo serio y tantos conversaciones sobre política mi marido me reclama un cuento, y además de Navidad. Casi no me lo puedo creer, siendo él el mismo que se burlaba hace unas semanas de mis ganas de poner el árbol. Cedió antes de tiempo porque vio una oportunidad para montar su belén, que este año ya cuenta con casita de Santa Claus y ocupa toda la mesa del comedor. 


Pues bien, no puedo escribirle un cuento a mi marido porque lo que pasó hace casi una semana me tiene obsesionada, así que permítanme que les cuente esto a cambio. 

Estaba yo el viernes por la tarde en casa, coloreando un cuaderno que me he comprado. Al principio pensé que 27 colores serían suficientes, luego ante la magnitud de los dibujos me di cuenta de que cuatro tonos de verde no eran nada, así que decidí volver a la librería a por una nueva caja de colores de madera, pero me contuve. Sabía que si me movía de la silla a esas horas, debían de ser las siete y media, mi perro querría salir conmigo y yo no podría soportar su mirada de pena al ponerme el abrigo y la bufanda. Siendo así, y como no me apetecía nada ir con él a la librería, porque él en realidad sólo quiere hacerse pis en todas las esquinas, me quedé mirando el dibujo a medio colorear. Bueno, reflexioné, quizás no tenga que pintar todos los árboles, arbustos, hojas y otros motivos florales de color verde, quizás el amarillo, el naranja y hasta el azul turquesa me sirvan. Así seguí pintando media hora cuando de repente alcé la vista y vi a mi perro de color lila. Ya está viejito así que supuse que se estaba ahogando el pobrecillo, pero su pose era tranquila, no intentaba vomitar como otras veces encima de la alfombra, así que me calmé justo para ver que el árbol de navidad se había convertido en un abeto de color rojo granate. A ver si a la que le estaba dando un soponcio era a mí, pensé, pero no, porque siempre que me encuentro un poco mal hago la prueba de los Tres Tristes Tigres y si pronuncio el trabalenguas sin errores, entonces es que estoy perfectamente, y así era. 

Me levanté de la silla aún a riesgo de darle falsas esperanzas a mi perro, y en el pasillo de camino al baño, a donde me dirigía para quitarme las lentillas que sin duda debían estar tiñendo mis ojos, los vi: ochenta reyes magos del tamaño de un ratón estaban aparcando sus camellitos debajo del radiador. Todos eran de color rosa fosforito y emanaban una luz a su alrededor que alteraba los colores de todo lo que alumbraban. Empezaba a entender lo que me había ocurrido en la mesa, pero la respuesta era si cabe más misteriosa porque implicaba a ochenta reyes magos de color rosa fosforito, con sus pertinentes camellitos, todos del tamaño de un ratón. Y estaban ahí, mi perro les empezó a ladrar a bajo volumen, como si estuviera siendo considerado con los pequeños tímpanos de las realezas y sus monturas, pero ni se inmutaron. Yo por mi parte acerqué mi mano para tocarlos, y los acaricié, eran blanditos como el shitake. Tampoco el contacto de mi piel pareció desconcertarlos, simplemente ni me veían, ni me oían, ni me notaban. Parecía que se disponían a acampar en el perímetro de calor del radiador: montaron sus carpas, distribuyeron su encantadora mini-comida y tuvieron a buen recaudo los regalos que estaban cuidadosamente envueltos y grapados junto a las cartas de los remitentes, niños de todo el mundo a los que Papá Noel no les había echo caso, y que intentaban con esta nueva misiva tener aquello que en diciembre no habían recibido. 

Mi marido no tardaría en llegar, se habían echo casi las nueve de la noche y yo y mi perro nos habíamos quedado allí embobados, rodeados de una aura tecnicolor que hacía de mi perro una berenjena peluda y de mí una mujer fantasma. Cuando abriera la puerta y viera todo aquello, alucinaría. Pero ese día mi marido llegó todavía más tarde que de costumbre y se lo perdió, porque a la que Slump y yo nos despistamos volvimos a recuperar nuestro color -y me di cuenta de lo sucia que estaba nuestra “patata”- y la diminuta corte real había desaparecido. No tardé en entenderlo: eran ellos, los Reyes Magos, Papá Noel, el Ratoncito Pérez y toda la tropa de la canción de Jaume Sisa los que no creían que nosotros, los humanos, existiéramos.