Érase una vez un interruptor al que le salió un pie. Un pie largo (del número 40-41), con dedos de pianista (el pie no sabía que el piano se tocaba con las manos), enfundado en una bota de agua azul brillante.
El interruptor no supo que le había salido un pie hasta que el niño de la casa lo tocó y encendió la luz del cuarto. Ese día, a parte de las cosquillas típicas que sentía cuando el niño de la casa lo tocaba, porque solía llevar las manos pringosas de chocolate, casi se cae de la pared. ¡Un pie! ¡Con una bota de agua azul brillante!
El interruptor no entendía nada. Su madre la lámpara siempre le había dicho que su único cometido en la vida sería quedarse quietecito y hacer clic-clac cada vez que alguien lo acariciara, aunque no cuando lo acariciaran muy suave porque entonces los amos de la casa se enfadarían y tendrían que pagar caro (muy caro) que la luz se encendiera sin querer. Al pobre interruptor le costaba mucho aguantarse cuando alguien se apoyaba en él sin pensarlo, y porque sabía que estaban a plena luz del día distinguía que esa fuerza que le aplastaba no tenía voluntad de conectar la bombilla. Su padre el enchufe también le daba consejos, aunque al pobre interruptor no le servían de nada porque siempre pontificaba sobre la maldad de los secadores de pelo, que le chupaban toda la energía para nada, pues al final la señora de la casa iba tan despeinada como siempre.
El interruptor miraba su pie siempre que podía, y cuando por la noche estaba oscuro y el niño de la casa dormía imaginaba que se descolgaba de su nicho y se iba a pisar los charcos del parque, algo muy peligroso según tenía entendido porque podía electrocutarse.
Con el tiempo el interruptor perdió la paciencia, jugaba a darle patadas a la pared hasta que aprendió a estirar tanto el pie que se alcanzaba la barriga y entonces prendía la luz en pleno día y la señora de la casa regañaba a su hijo por haber dejado la lámpara encendida. El interruptor no desistía y seguía haciendo clic-clac cuando quería. El niño de la casa se quejaba de que él apagaba siempre la luz al salir de su cuarto, y cuando la señora ya no tuvo más remedio que creerle, empezó a pensar que en esa casa había fantasmas.
Ah, si ellos supieran que sólo era un interruptor aburrido al que le había salido un pie largo, con dedos de pianista, enfundado en una bota de agua azul brillante...