Qué triste comprobar que en este mundo se desconfía de la gente buena y saber que se malpiensa (en el sentido ético y técnico) por sistema. Asumo que sospechar de los actos desinteresados es una muestra más de una sociedad enferma a la que le parece más normal que la gente quiera engañarte que colaborar por un bien común. Sigue manteniéndose la lógica arcaica del ganar-perder, como si las relaciones sociales pudieran medirse en términos simplistas y se obviara que fuera del terreno de juego, siempre que alguien gana sobre otro, todos pierden en realidad.
Desde hace un par de semanas soy cauta con la bondad, tengo miedo de que alguien recele si me ofrezco a acompañar a un invidente al otro lado de la calzada, si devuelvo el cambio que me han dado mal en la panadería o si promuevo mejoras en la comunidad de propietarios de las que todos podemos salir beneficiados. Creo que me espían esperando sorprenderme recibiendo privilegios ilícitos o favoreciendo intereses propios. ¿Y si se enteran de que el otro día, después de ofrecer la hora a unos paseantes, me dieron las gracias? ¿Y si descubren que mis actos de altruismo son dictados por mi conciencia? ¿Me acusarán de aprovechada? ¿De agente encubierto de una conspiración filantrópica?
A mi padre ya se lo advirtió mi abuelo: “Es mejor tratar con un negociador que con un ignorante”. Con el negociador puede que tengas que hacer concesiones pero una vez aceptado el trato ambas partes salen satisfechas. Con un ignorante, en cambio, da igual lo mucho o poco que se pacte, siempre se va con la impresión de haber sido estafado. Lo peor es que la ignorancia lleva a la maldad, y así aunque tu único delito haya sido tirarle perlas a los cerdos, puedes acabar siendo sentenciado a la peor condena, la de convertirte en lo que precisamente ellos se imaginan que eres. Me pregunto si la corrupción política empezó así también un día, cuando un concejal, un ministro o un alcalde cualquiera cansado de que otros, sin pruebas pero sobretodo sin motivos, le acusaran a la ligera de recibir sobornos, de manipular las cuentas a su antojo, de practicar el tráfico de influencias y de lucrarse, decidiera dar el paso al lado oscuro y cometer los delitos por los que, en definitiva, ya estaba siendo escarmentado. De ahí que el “piensa mal y acertarás” funcione, como funcionaría al revés si la gente se atreviera a confiar en el otro. Por eso yo soy ingenua por precaución, no vaya a ser que la suspicacia me haga cómplice de crímenes que todavía no se han perpetrado.
Yo que creo en Dios a ratos a veces envidio a quien nunca duda de su fe. Yo que pensaba que era una desgraciada por no sentir siempre a mi lado las huestes celestiales, por no estar convencida de que después de muerta veré a mi abuela, por no poder poner la mano en el fuego por la existencia de mi alma, me doy cuenta de que hay gente que está mucho peor que yo: qué infierno el de quien ha dejado de creer en el ser humano.
Desde hace un par de semanas soy cauta con la bondad, tengo miedo de que alguien recele si me ofrezco a acompañar a un invidente al otro lado de la calzada, si devuelvo el cambio que me han dado mal en la panadería o si promuevo mejoras en la comunidad de propietarios de las que todos podemos salir beneficiados. Creo que me espían esperando sorprenderme recibiendo privilegios ilícitos o favoreciendo intereses propios. ¿Y si se enteran de que el otro día, después de ofrecer la hora a unos paseantes, me dieron las gracias? ¿Y si descubren que mis actos de altruismo son dictados por mi conciencia? ¿Me acusarán de aprovechada? ¿De agente encubierto de una conspiración filantrópica?
A mi padre ya se lo advirtió mi abuelo: “Es mejor tratar con un negociador que con un ignorante”. Con el negociador puede que tengas que hacer concesiones pero una vez aceptado el trato ambas partes salen satisfechas. Con un ignorante, en cambio, da igual lo mucho o poco que se pacte, siempre se va con la impresión de haber sido estafado. Lo peor es que la ignorancia lleva a la maldad, y así aunque tu único delito haya sido tirarle perlas a los cerdos, puedes acabar siendo sentenciado a la peor condena, la de convertirte en lo que precisamente ellos se imaginan que eres. Me pregunto si la corrupción política empezó así también un día, cuando un concejal, un ministro o un alcalde cualquiera cansado de que otros, sin pruebas pero sobretodo sin motivos, le acusaran a la ligera de recibir sobornos, de manipular las cuentas a su antojo, de practicar el tráfico de influencias y de lucrarse, decidiera dar el paso al lado oscuro y cometer los delitos por los que, en definitiva, ya estaba siendo escarmentado. De ahí que el “piensa mal y acertarás” funcione, como funcionaría al revés si la gente se atreviera a confiar en el otro. Por eso yo soy ingenua por precaución, no vaya a ser que la suspicacia me haga cómplice de crímenes que todavía no se han perpetrado.
Yo que creo en Dios a ratos a veces envidio a quien nunca duda de su fe. Yo que pensaba que era una desgraciada por no sentir siempre a mi lado las huestes celestiales, por no estar convencida de que después de muerta veré a mi abuela, por no poder poner la mano en el fuego por la existencia de mi alma, me doy cuenta de que hay gente que está mucho peor que yo: qué infierno el de quien ha dejado de creer en el ser humano.
Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 13 de febrero de 2014