martes, 25 de febrero de 2014

Binomio fantástico: pintor y botella

Érase una vez un pintor que todas las noches, después de salir de su estudio repleto de lienzos a medio acabar y de botes de pintura mal tapados, se moría por encontrar una fuente para calmar su sed. Era tan grande la sed que tenía que se le enganchaba la lengua en el paladar, a veces tan fuerte que aunque algún conocido le parara y le saludara, él no le podía responder, porque hasta articular la palabra “Hola” le secaba más aún la garganta. Perdió algunos amigos que nunca entendieron porqué de pronto el pintor se había vuelto tan maleducado. Poco después, el pintor pensó que debía poner remedio a su problema y se le ocurrió llevarse una botella grande llena de agua de la fuente para que así, cuando por la noche tuviera que salir abrasándose la boca, él tuviera a mano el elixir. 

Así lo hizo el viernes 20 de febrero, día en que el pintor se hizo famoso, porque no os he dicho que tenía una boca tan grande y estaba ya tan poco acostumbrado a beber de algo que no fuera del chorro de la fuente, que después de tomarse los dos litros de agua, se tragó la botella entera. Por suerte la botella se acomodó muy bien en el estómago y excepto algunos ardores los domingos cuando hacía la siesta, el pintor se sentía bien y hasta feliz porque ahora sólo tenia que introducirse una manguera por la boca para llenar la botella. 

Todas las noches después de salir de su estudio repleto de lienzos un poco más acabados y de botes de pintura mal tapados pero también más vacíos, el pintor sólo tenía que hacer el pino para poder beber. Los niños del pueblo se arremolinaban en torno a él, los perros trataban de robarle el agua que se le escurría de la boca y una vez un bombero lo usó para apagar el fuego que se originó en la panadería, el día en que se quemaron ocho quilos de barras de cuarto. 

Se dice que el pintor empezó a introducirse pintura de todos los colores en la botella, primero azul, luego roja, luego amarilla... Cuando llegaba a su estudio se colgaba cabeza abajo de unos ganchos que había instalado en el techo y así, columpiándose del artilugio pintaba lienzos situados en el suelo hasta conseguir cuadros que a muchos les parecían vomitivos, aunque el pintor nunca se tomó ese adjetivo a mal, al fin y al cabo si no fuera porque eran colores y no jugos gástricos lo que estaba enganchado en el lienzo, bien podría decirse que el pintor dejó de serlo para convertirse en un regurgitador profesional que, ahora sí, triunfaba en todas las galerías de arte bajo el nombre de Jackson Pollock.