Se dice que hace muchos, muchos años, Pitágoras consiguió elaborar una fórmula matemática que, al ser recitada de memoria, te hacía invisible. Era una fórmula muy compleja y peligrosa porque si te equivocabas en un número podía desaparecerte la nariz, la ropa o el pelo, por eso Pitágoras la mantuvo en secreto y sólo se la reveló a un grupo de alumnos que seguían fielmente sus preceptos, entre los cuales estaba ser vegetariano. La Hermandad Pitagórica sobrevivió a muchos ataques precisamente porque, cada vez que llegaban los bárbaros, recitaban el abracadabra numérico hasta hacerse invisibles. Para volver a ser de carne y hueso había que recitar la fórmula al revés y claro, si te equivocabas había riesgos: podía aparecerte el cuello de una jirafa, los pantalones tres tallas menos o el pelo de color plátano.
Todo esto lo descubrió la niña Valeria una tarde de marzo, cuando preguntando a su madre porqué no había visto nunca restaurantes vegetarianos en la ciudad, la madre le explicó que probablemente se debía a que los vegetarianos eran invisibles por pitagóricos, así no supieran recitar ya la fórmula matemática secreta. Ese día Valeria decidió que dejaría de comer carne. Quería ser invisible para no perder nunca más cuando jugaba con sus amigas al escondite y ya de paso, para entrar a todas las granjas del país y dejar salir a todos los animales.
Con el tiempo Valeria confundió los cuentos y empezó a pensar que era como el Rey Midas, sólo que ella en vez de convertirlo todo en oro, hacía invisible aquello que tocaba. Por eso pensaba que los animales que liberaba y que se llevaba a casa estaban a resguardo de las miradas de sus padres. Al principio así fue, la niña Valeria escondió la vaca Milka debajo de la cama, la abeja Maya en la caja donde guardaba los dientes de leche caídos y los pollitos de KFC en el cajón de los calcetines. Pero la noche que Valeria, invisible, entraba en casa seguida de un cerdito supo, por la cara de sus padres, que su plan no había funcionado. Por suerte, justo antes de que ella llegara, estaban atareados con la declaración de la renta: sumaban, restaban, multiplicaban y dividían en sendas calculadoras. La casualidad quiso que ambos al recitar los numeritos de la pantalla, estuvieran sin saberlo recitando la fórmula pitagórica, de manera que al instante se volvieron invisibles y por supuesto, ¡también vegetarianos!