sábado, 7 de febrero de 2015

Crónicas mágicas desde Terrassa IV

Érase una vez, hace muchísimos años, cuando Terrassa no era como ahora y sólo había niñas y niños correteando por las calles porque los padres vivían en Sabadell y los abuelos en Matadepera y en todas las tiendas de la ciudad de Egara, fueran ferreterías o fruterías, se vendían muñecas, pelotas, cuentos y donuts de chocolate que traían cromos que nunca salían repetidos, un dinosaurio que había sobrevivido a la extinción del Cretácico-Terciario apareció de repente en la entrada del único colegio de la ciudad, en el que otros niños y niñas jugaban a hacer de profesores. Cuando a la hora de salir de la escuela los alumnos se encontraron con el imponente Triceratops ninguno se asustó o se puso a llorar, al contrario, todos echaron a correr a su encuentro y no tardaron ni dos minutos en subirse al lomo que tan grande como era podía dar asiento a toda la clase de cuarto de primaria. Otros niños y niñas se acercaron entusiasmados, intentaban comunicarse con él hablándole en diferentes idiomas, probaron con el catalán, con el castellano, con el poco inglés que chapurreaban y con la jerigonza que usaban cuando no querían que los mayores les entendieran. Le dijeron: Hopolapa dipinoposaupauropo, eperespe muypuy boponipitopo. Y también: Tepe queperepemospo, quepedapatepe conpo noposopotrospo. El dinosaurio no decía nada, pero abría y cerraba la boca como si quisiera contestarles que él también estaba muy contento y, al hacerlo los niños podían ver sus enormes dientes y su lengua carnosa, y olían su aliento que tenía aroma a manzanilla, porque el Triceratops se había dado un atracón de margaritas. 

Media hora más tarde el dinosaurio tenia el cuerno del hocico pintarrajeado con rotuladores y ceras de distintos colores. Como no había ningún adulto cerca, los niños estuvieron toda la tarde tirándole de la cola al Triceratops, escondiéndose entre sus enormes patas y llevándole toda clase de comidas, por si tuviera hambre. Un niño impaciente que no quiso acompañar al resto a buscar helado probó a ofrecerle plastilina  verde que le había sobrado de la clase de manualidades. El Triceratops se la comió pensando que era una hoja de lechuga. Al caer la tarde los niños empezaron a tener frío, sabían que debían irse a sus casas si no querían congelarse, pero no querían dejar a su nuevo amigo, por eso decidieron hacer una cabaña que los cobijara a todos. Trajeron mantas y cojines de sus casas y con unas cuantas cuerdas tendieron las telas por encima y alrededor del Triceratops, de manera que el dinosaurio parecía estar dentro de una carpa de circo. Así pasaron la primera noche, el Triceratops temeroso de moverse y pisar un niño. 

Una semana más tarde el dinosaurio ya respondía al nombre que le habían puesto los mini-habitantes de Terrassa. Así, Ernesto atendía a todos los niños cuando le llamaban y había aprendido a sentarse y a ofrecer la pata derecha delantera. Cuando lo hacía los niños lo premiaban con lechuga de verdad, aunque el pillín impaciente siguiera dándole plastilina, ya sin disimulo, de color rojo, azul y amarillo. Ernesto disfrutaba de las caricias y de los abrazos de los niños que lo querían más que a sus coches teledirigidos y que a sus álbumes de cromos de Panrico. Pero ni el dinosaurio ni los niños sabían que algo terrible estaba a punto de ocurrir, porque nadie pensó que el día de Carnaval sería una amenaza, tampoco el niño al que se le ocurrió que sería una buena idea darle una sorpresa a Ernesto disfrazándose de Tirannosaurus Rex. Quién le iba a reprochar al pobre no saber que el Triceratops vivía atemorizado por los Tirannosaurus que, aunque ya no existían, le habían dejado una profunda impresión cuando siendo él pequeño, en pleno Jurásico, uno estuvo a punto de morderle. Por eso el día de Carnaval, en plena fiesta, Ernesto no reconoció al niño que estaba debajo del disfraz, y las fauces del falso Tirannosaurus le parecieron muy reales, aunque estuvieran hechas con cartulina. Ernesto corrió dirección a Barcelona tan rápido como le permitieron sus robustas patas y su estómago repleto de lechuga, helado y plastilina. 

Fue así como el único dinosaurio que había sobrevivido a la extinción del Cretácico-Terciario y que, además, había pasado por Terrassa desapareció para siempre, dejando a los niños tristes y aburridos. Años más tarde recuperarían la ilusión cuando un marciano aterrizaría justo en el lugar en el que tiempo antes había aparecido el dinosaurio. Pero esa es otra historia...