Había una vez un niño que no escuchaba los cuentos que su mamá le contaba. Siempre que ella abría un libro, por ejemplo el de Cuentos para jugar de Gianni Rodari, el niño iba deslizándose disimuladamente por la alfombra en dirección a la puerta de la habitación. Aprovechaba las palabras largas en que la madre prestaba más atención todavía al texto, de manera que no alzara la vista de la página, para ir alejándose y, con suerte, estar fuera del alcance del cuento antes de que éste acabara. Se sabía de memoria los inicios de todas las historias de Andersen y de los hermanos Grimm, por supuesto también las del italiano Rodari. No sabía si Caperucita moría en el camino devorada por el lobo, no sabía que Blancanieves conocería a los siete enanitos ni tampoco que Cenicienta perdería un zapato de cristal. En su mente Pulgarcito nunca nació, porque sólo conoció la judía que lo engendraba, y vivía feliz ignorando que a los hermanos Hansel y Grettel, después de encontrar la casa hecha de golosinas, los secuestraba una bruja caníbal.
Cuando la madre, absorta en el cuento, pronunciaba la última palabra de la historia se encontraba sola, sentada en la mecedora: otra vez su hijo se había escapado y no entendía cómo el niño no disfrutaba de los cuentos que ella le narraba hasta con voces distintas para cada personaje; para Campanilla, además, utilizaba un pequeño timbre de hotel después de cada frase, creía que así podría mantener la atención del niño y de hecho así era, porque aunque él ya estuviera lejos de la habitación, cada vez que oía el timbre volvía creyéndose que lo llamaba, pero cuando se percataba de que otra vez el cuento de Peter Pan lo había engañado y de que su madre no quería en realidad jugar con él, se escapaba de nuevo subrepticiamente, tan pronto ella entonaba la voz de Wendy o del Capitán Garfio.
La madre estaba desesperada, se temía lo peor: que de grande su niño no apreciara la lectura, lo único por lo que ella podía dejar de lado otra de sus mayores aficiones, jugar con su casita de muñecas. Al poco rato se consolaba pensando que el niño todavía era pequeño, que era normal que se distrajera y prefiriera corretear por la casa detrás de una pelota. Así era, el niño, que en realidad era un perro y se llamaba Dr. Slump, mordisqueaba su juguete a salvo de su madre loca.