Érase una vez, hace muchísimos años, antes de que aterrizara un marciano en Terrassa y después de que apareciera un Triceratops que huyó un triste día de Carnaval, una gaviota perdida se posó en medio de la Plaça Vella que, entonces como ahora, estaba llena de palomas que picoteaban migas de pan y de croissant. La gaviota, de plumas blancas, se había perdido cuando intentaba ir de Barcelona a Tossa de Mar para ver a sus primas, que tenían un nidito muy acogedor en una roca con vistas al castillo. No solía viajar sola, pero ese día su marido había preferido quedarse en el Maremagnum aprovechando el aluvión de turistas japoneses que visitaban la zona. Los japoneses siempre pagaban bien por las fotografías y sus galletitas con algas tenían un rico sabor a pez.
Por eso Linda, que así se llamaba la gaviota, se sintió intranquila en medio de la ciudad en la que no había rastros de arena de playa. Las palomas de su alrededor se fijaron en lo insólito de la visita de un pájaro del litoral y, asustadas, le preguntaron si es que Terrassa se había mudado a una isla en medio del mar y ellas no se habían percatado. Antes de que Linda respondiera, otras palomas ya estaban imaginando que en poco tiempo empezarían a crecer cocoteros en la Rambla y los náufragos que llegaran a Terrassa no traerían un triste mendrugo encima. Linda apaciguó el ambiente respondiendo que la ciudad seguía en su sitio, era ella la que se había perdido. Cuando les explicó su situación y les preguntó qué dirección debía seguir para ir a Tossa de Mar ninguna le supo responder porque no habían ido más allá de la Plaça del Progrés.
A punto estuvo Linda de volver a Barcelona y olvidar la excursión al nidito de sus primas, pero entonces llegó Guillermo y la salvó. Guillermo tenía ocho años y unas zapatillas con ruedines. Patinaba por la Plaça Vella como si estuviera encima de una pista de hielo. De repente se dio cuenta de que algo pasaba y todavía no sabía si era bueno o malo porque las palomas hablaban muy bajito, aunque ya de lejos distinguió una gaviota, de plumas blancas, que no había visto nunca antes por allí y que le recordaba mucho a las que sobrevolaban el pueblo donde él veraneaba. Guillermo se acercó a curiosear cuando oyó que la gaviota se lamentaba de que ni las palomas ni los gorriones supieran indicarle cómo ir a Tossa y en cambio trataran de convencerla de que fuera al Parque de Vallparadís que a falta de mar, tenía una piscina. Al llegar el niño deslizándose sobre sus zapatillas Linda aleteó por miedo a que le pisara, pero Guillermo frenó a tiempo y además resultó saber cómo se llegaba a Tossa de Mar porque sus padres tenían un apartamento en la calle Sant Ramon de Penyafort. Cuando Guillermo empezó a darle las indicaciones, Linda otra vez se desanimó, no entendía nada de lo que le contaba: carreteras, autopistas, salidas, peajes... Ella sólo conocía los caminos del cielo.
Entonces el niño tuvo una idea, ¿y si le acompañaba en su vuelo? De nuevo, Linda estaba confusa ¿a caso en Terrassa los niños tenían alas? ¿O es que todos sus habitantes estaban un poco locos? Nada de eso, porque resultó que Guillermo era un niño plegable, como las bicicletas, que podía hacerse más pequeño de lo que ya era, tanto que el lomo de Linda se convertía para él en un cómodo asiento desde donde pilotar al ave. Ese día Linda pudo ver a sus primas y Guillermo bañarse en la Mar Menuda. Secó su cuerpo con el viento de vuelta a Terrassa. Linda lo dejaría caer a la altura de la calle Sant Pere sin temor a que se hiciera daño porque el niño le había asegurado que los adoquines eran elásticos - de ahí que los transeúntes del barrio parecieran saltar sobre un castillo hinchable cuando caminaban. Ya en Barcelona, la gaviota no pudo convencer a su marido de lo ocurrido, él que se había aburrido mucho porque los turistas japoneses habían preferido ir al Park Güell.