martes, 19 de febrero de 2013

Para raros, nosotros

La literatura antropológica tiene títulos tan extraños como “Los argonautas del Pacífico Occidental” de Malinowski, “Vacas, cerdos, guerras y brujas” de Marvin Harris o “Para raros, nosotros” de Paul Bohannan. No se preocupen, no voy a hacer de esta columna una reseña literaria porque sería desperdiciar el espacio del que dispongo con informes que ya tuve el placer de presentar a lo largo de la carrera, pero les seré sincera, me ha venido muy bien empezar por aquí para mostrarles que nuestras pautas sobre una vida normal, feliz y correcta están basadas en hipótesis que todavía están en período de evaluación. Así, las “verdades” occidentales a las que rendimos pleitesía y que van desde el “cuanto más, mejor” al endiosamiento e hipertrofia de la capacidad de raciocinio, pasando por la convicción de la ciencia como única vía de conocimiento veraz o el reduccionismo del concepto de riqueza al aspecto meramente material, son pilares que quizás no sean tan resistentes como pensábamos. Lo mismo que en el cuento de los tres cerditos, nuestras vidas pueden haber estado edificadas sobre unos cimientos y con unos materiales tan frágiles como el cartón. Lo que me recuerda al famoso relato de León Tolstoi “La muerte de Ivan Illich”, justo cuando el protagonista, se pregunta “¿Y si toda mi vida hubiera sido una equivocación?”.

Illich no tuvo tiempo de enmendar su error, pero nos ha legado una lección muy valiosa: la  de que conviene ir revisando nuestras certezas, no fuera a ser que con el ritmo que nos impone la sociedad estuviéramos yendo demasiado rápido y demasiado eficientemente hacia al lugar equivocado. ¿Y si lo extraordinario de la vida no fuera “hacer cosas grandes” sino poder desayunar en familia cada mañana? ¿Y si la vida fuera realmente un cúmulo de pequeñas cosas y no nos estuviera esperando nada extraordinario al cumplir 18 años, al casarnos, al ser padres, abuelos, al jubilarnos?

Nos hemos acostumbrado de tal modo a dar por válida nuestra percepción de la realidad, que nos parecen extravagantes las cosmovisiones del resto de pueblos y culturas en donde las ideas sobre el amor, el tiempo, la muerte, el bien y el mal o la comida distan mucho de las nuestras. Pero para raros, nosotros que quisiéramos no morirnos nunca, y nos aburrimos los domingos por la tarde. Para raros, nosotros que nos horrorizamos con la carne de perro, pero no con la de cerdo. Para raros, nosotros que no tenemos tiempo para meditar, pero sí para actualizar el Facebook. Para raros, nosotros que pensamos que las mujeres-jirafa son víctimas de una tradición salvaje, mientras fomentamos la publicidad de las mujeres-palillo. Para raros, nosotros que no adoramos a dioses zoomorfos, pero asumimos como modelos válidos a los famosos de las revistas del quiosco.

Que no nos detengan las convenciones cuando se trate de considerar si estamos viviendo de manera apropiada. ¿O a caso somos tan raros que también pensamos que el enigma de nuestras vidas nos lo resolverán otros que no seamos nosotros mismos?


Publicado en el Diari de Terrassa el 14 de marzo de 2013

Año nuevo, nuevo yo

Nunca sé cuando dejar de decir “Feliz año”. Me parece prudencial que, pasada la víspera de Reyes, se considere a todo el mundo por felicitado. No me malinterpreten, no suelo ser parca en palabras, pero tampoco me gusta usar los tópicos para romper el hielo en las conversaciones, porque entonces suelen acabar en otros lugares comunes tan recurrentes como los que rodean a la crisis. Y este año yo no voy a tener crisis. De hecho, así lo he decidido para mis propósitos del 2013, junto con los sempiternos: escribir más, hacer más excursiones por la montaña y despertarme antes. Todo ello orquestado por una determinación mayor e incluyente que surge de la voluntad de ser la mejor versión de mi misma.

Disculpen que me tome unos cuantos párrafos para ahondar en esta cuestión, pues me parece muy importante distinguir entre dos conceptos que frecuentemente se toman por lo mismo y que, a mi entender, no se asemejan en nada, pues es muy distinto aspirar a ser mejor que antes, que ambicionar ser mejor que nadie. Esta última interpretación, por cierto muy extendida, surge de la insatisfacción profunda de uno mismo, se mueve mediante la competencia y nos conduce a un camino sin salida porque reniega de nuestra auténtica identidad, la que no puede ser medida con la vara de otros. Al contrario, tratar de ser la mejor versión de uno mismo nos lleva a profundizar en nuestra esencia, despojándonos de todo cuanto obstaculiza que nuestro cuerpo y nuestra personalidad sean instrumentos afinados que den la nota que deben dar. Ser la mejor versión de uno mismo es comprender que más que trabajar en pos de la perfección, conviene trabajar para alejarse de la mediocridad. Sólo existe un verdadero trabajo en este mundo, y consiste en ser aquello que hemos venido a ser, ni más ni menos. Sepan que este trabajo no requiere de estudios ni de formaciones universitarias y que, además, no contempla el paro. ¡Qué bien empezar el año sabiendo que ninguno de nosotros está desocupado!

Ya para acabar, fíjense que la misma denominación “ser humano” conlleva una acción que, de no ser llevada a cabo, nos mantiene en el limbo entre los animales de cuatro patas (o de seis, o de ocho) y los de dos, porque ser humano no es sólo tener una cabeza que resuelve operaciones matemáticas, ni unos pies aptos para los zapatos de tacón. Precisamente, lo que nos debería diferenciar del resto de seres vivos es nuestra humanidad, que si bien viene de fábrica en potencia, no todos la hacemos realidad.

Que este nuevo año sea también el preludio de un nuevo yo. Uno que no piense que las virtudes del otro amenazan las suyas propias, y que entienda que no por regodearse en las faltas ajenas, aumenta su propia aptitud. Que este año 2013, comprendamos que la individualidad real se ejerce con el reconocimiento de los otros en nosotros.


Publicado en el Diari de Terrassa el 10 de enero de 2013

La magia de la navidad

Después de más de quince años, esta Navidad voy a escribirle una carta a Sus Majestades los Reyes Magos. Antes que nada, les voy a pedir que cambien de medio de locomoción, sobretodo porque lo de que mis regalos lleguen gracias a la tracción animal es un poco incoherente con mis principios y, además, porque creo que viajar en camello no debe resultar muy eficiente, pues aunque no consuma gasolina - muy de agradecer en estos tiempos de crisis económicas y medioambientales -, estoy segura de que las bicicletas les resultarían mucho más cómodas. Apuesto a que deberé acompañar mi solicitud con argumentos que contradigan la tan extendida idea de que sólo son para el verano, pero eso es sólo porque Fernán Gómez nunca pensó en que se podía pedalear con chubasquero. Además, y por si la avanzada edad de Sus Majestades fuera un obstáculo, les invitaría a que conocieran el grupo local del BACC, que ofrece clases para los adultos que nunca aprendieron a ir en bicicleta. También para los que ya no recuerdan cómo se hace, porque eso de que montar en bicicleta es algo que no se olvida, ¡hay algunos despistados que lo desmienten!

En esta edad donde los deseos no pueden ser satisfechos en jugueterías, y en mi caso ya apenas en librerías o grandes almacenes - ¡Ni tan siquiera en la sección de cocina! -, no me va a quedar otro remedio que pedir lo que sé que resulta más difícil de encontrar, precisamente porque no se puede comprar. Lo más extraño va a ser descubrir que la mitad de la carta son demandas que para satisfacerse no dependen de terceros. Al final va a resultar que más que los padres, ¡los Reyes somos nosotros mismos! y que, incluso aunque no creamos en la magia de esta época, no vamos a tener otro remedio que concedernos todo aquello que ansiamos. Decía Sor Lucía Caram hace unos días en La Contra de La Vanguardia que “Dios no tiene manos, pero tiene nuestras manos” que es otra manera de decir que somos canales por los que se pueden hacer realidad los milagros.

Esta Navidad pide pero que tu súplica no impida que pases a la acción. No engroses tu también las listas de aquellos que esperan aprender a nadar por correspondencia. Precisamente, es muy probable que ése es el motivo de que en ocasiones desear solo no baste, pues así como cualquier derecho acarrea un deber, así también cualquier virtud, obsequio o don conlleva una responsabilidad: la de saber hacer uso de ella para el servicio de la humanidad. Por eso, sé cauto y antes de pedir, pregúntate si vas a ser un buen embajador de tus demandas y si tus ganas de recibir se compensarán con tus ganas de compartir.

Publicado en el Diari de Terrassa el 14 de diciembre de 2012

La medicina del plato

Cuando Hipócrates, en el siglo V a.C dijo: “Que tu alimentación sea tu medicina” no tuvo que añadir “que sobre todo no sea tu veneno”, quizás porque para entonces no había transgénicos, ni granjas industrializadas, ni azúcar en todas las bebidas (o aspartamo en las bebidas sin azúcar), ni tampoco ingredientes que parecen ecuaciones de segundo grado. A propósito de esto último, se me ocurre que podríamos aprovechar las clases de matemáticas para conocer los colorantes, conservantes y demás aditivos alimentarios mientras, junto con las tradicionales X e Y, aislamos las E333, E951 o E120. De momento, se me antoja la manera más factible para que los estudiantes reciban una educación en torno a la nutrición, no sólo por los recortes presupuestarios, sino también porque parece que a nadie le importa demasiado saber que, a este paso, en vez de al cementerio, nos van a tener que venir a llorar al vertedero. Pero, dejando a parte este símil caricaturesco, lo cierto es que la mayoría de los componentes de la dieta habitual han sido creados artificialmente, no ya para potenciar nuestra salud y la del resto del planeta, como prometía la revolución verde de la década de los 70, sino para generar productos que compiten entre ellos a fin de tener un aspecto mucho más apetecible; pues ya no sólo escogemos pareja por su físico, sino que también compramos los zumos, los yogures y los botes de tomate frito más guapos. Aunque, como siempre, valoremos sólo la belleza exterior, en este caso, la de las marcas y envoltorios con más gancho.

Asimismo, nadie puede negar que la comida también está sujeta a la moda y, de hecho, ya nadie se acuerda de las temporadas pasadas, cuando el pan integral era el único pan disponible porque los molinos no podían refinar la harina hasta convertirla en lo que es hoy: el residuo que queda después de abstraerle al grano toda su riqueza nutricional. También son pocos los que consumen legumbres habitualmente, como si éstas fueran lo peor de la década de los noventa, cuando a los leggings se les llamaba mallas y los chandals eran de táctel.

Con todo este paradigma alimentario, luego no tenemos derecho a extrañamos de la incidencia de cáncer, de diabetes, de obesidad, de enfermedades coronarias y me atrevo a decir que incluso de depresión y ansiedad - no en vano, dos estudios de universidades nacionales han concluido que el consumo de dulces y productos cárnicos refinados, eleva en casi un 60% el riesgo de padecer un trastorno psicológico de este tipo.

Es urgente recuperar la sabiduría del adagio de Hipócrates si queremos ser los verdaderos protagonistas de nuestra salud. Especialmente, cuando los conocimientos de nutrición más populares se reducen a diferenciar dos clases de alimentos: los que engordan y los que no, como si la alimentación sólo fuera importante cuando llega el momento de lucir biquini. Recuerden que “Somos lo que comemos”, pero no sólo de piel para afuera. 


Publicado en el Diari de Terrassa el 8 de noviembre de 2012

Una nueva cultura de la salud

A diferencia de la tortuga o del caracol, los seres humanos no llevamos la casa a cuestas. Al menos no una casa en forma de cascarón robusto y pesado, pues en realidad nosotros también disfrutamos de un hogar omnipresente donde quiera que nos encontremos, así nuestras paredes sean tan blandas como la piel que nos cuelga del brazo y nuestros tabiques sean tan maleables como los que nos ofrecen nuestras piernas. Más allá del hogar que acoge nuestra vida y que nos permite, precisamente, vivir en esta dimensión donde es importante abrazar a un amigo, saborear una tarta de cumpleaños o correr cuando se escapa el autobús, nuestro cuerpo también es un templo donde mora el espíritu, el mismo que intenta acomodarse en los recovecos que sobran entre galletas, copas de vino, pensamientos de derrota y alguna que otra coliflor.

No hay por qué temer la destrucción del templo, pues como en el resto de iglesias, mezquitas o estupas, el objeto de adoración se mantiene inalterable y ni Yahvé, ni Mahoma ni Buda existen porque haya ladrillos que les den una especial bienvenida. En cualquier caso, mantener nuestro templo cuidado ayuda a que nuestra alma no decida rescindir el contrato de alquiler. Hay quien resuelve ponerse a dieta de dulces y grasas, olvidando que existen otros canales de nutrición tan o más importantes que el que empieza en la boca. ¿Y si nos pusiéramos a dieta de pensamientos negativos? ¿Y si ayunáramos de críticas, miedos y profecías fatalistas? Hay quien se atreve con triatlones, esquí de fondo y hasta claustrofóbicas sesiones en el gimnasio, sin atender a los músculos atrofiados que gobiernan la mente creativa, la empatía o la confianza.

De resfriarte este próximo invierno, no dejes de tomarte infusiones de tomillo, eucalipto, malva y hiedra, ni tampoco si te caes y te tuerces el tobillo, olvides aplicarte un emplasto de arcilla. Escribe Yogananda (el gurú de Steve Jobs) que “el Señor ayuda a quienes se ayudan a sí mismos”. No esperemos que la salvación venga de una imposición de manos externa o de una terapia rebautizada con nombres exóticos, usa lo que esté a tu alcance con conciencia: también de nuestros dedos salen rayos láser y el milagro no es que Dios en persona te salve del cáncer o de la depresión, sino que sepas reconocer la intervención divina en tu médico interior. En cualquier caso, suscribo las palabras del doctor Jorge Carvajal, que afirma que toda enfermedad es el resultado de la inhibición de la vida del alma. En consecuencia, la terapéutica verdaderamente efectiva debe ser una alquimia de técnica y mística, de ciencia y magia. Sólo así podremos sanar realmente, incluso aunque fallezcamos. Confío plenamente en que esta nueva cultura de la salud estará presente en el nuevo paradigma que la crisis está dando a luz.


Publicado en el Diari de Terrassa el 12 de octubre de 2012

Peregrinos de la tierra

Las vacaciones han cambiado mucho desde que era pequeña; entre otras cosas porque antes duraban dos meses y las actividades que más disfrutaba eran los hoy humildes paseos en bicicleta, torneos de juegos de mesa, partidos de veintiuno de baloncesto y, en definitiva, un sinfín de actividades que surgían por sí solas con los amigos de hacía años o de hacía cinco minutos. Ser pequeño tiene esa ventaja: los “mejores amigos” pueden surgir en la tienda de golosinas, cuando uno le pregunta al otro si le cambia un osito rosa por una dentadura de goma.

El caso es que al hacernos mayores, las vacaciones se transforman en algo ansiado y temido al mismo tiempo, porque en ellas parece que reside la promesa de felicidad anual, como si fueran la única posibilidad de redimirse de la rutina. Por eso mismo las expectativas suelen ser muy altas, lo que nos crea una ansiedad absurda que acaba frustrando nuestros deseos de pasar un buen rato. A punto estuvimos, mi marido y yo, de caer en ese desengaño. Afortunadamente, supimos redirigir nuestros días libres hacia un rumbo que nos ofreció lo que verdaderamente se busca en vacaciones: no tanto “desconectar” como conectar con uno mismo. Así fue como empezamos nuestros primeros pasos literales desde Roncesvalles, la puerta del Camino de Santiago.

Ser peregrino es una experiencia que todos deberíamos probar. La sensación de realizar por tu propio pie el viaje, de cargar con tus necesidades y de llegar a un destino donde nada está reservado de antemano es la combinación perfecta de aventura, ejercicio, tiempo de silencio, contacto con la naturaleza y de relación social. Además, es una analogía práctica perfecta de nuestro peregrinaje por la vida, en donde hay que seguir siempre adelante, sin aferrarse a la etapa pasada ni a los caminantes de ayer. También, como el turista vacacional, existe quien hace turismo por la vida y se afana más en comprar souvenirs y en hacer fotos para el recuerdo que en impregnarse de la vivencia presente.

De vuelta a casa, me he impuesto el deber de recordarme la felicidad de la que he disfrutado durante los días por la vía jacobea, cuando me bastaba saber que lo único que necesitaba para seguir avanzando era mi propia disposición a hacerlo, pues todos los otros recursos necesarios, estaban ya a mi alcance. Me sorprendo a veces canturreando una canción que aprendí en unos campamentos en la sierra de Madrid: “A nada a nada nunca he de temer, yendo junto a ti con tus ojos de fe, nunca he de temer”. Y a pesar del tono apologético, pienso que, efectivamente, ¿a qué debiera temer, sabiendo que cuando comulgo con el universo, estamos ambos del mismo bando? Ya ven que en mi equipaje, mi navaja suiza es la confianza.


Publicado en el Diari de Terrassa el 13 de septiembre de 2012

La simplicidad elegante


Decía Coco Chanel que “la simplicidad es la clave de la verdadera elegancia” y aunque no me considero precisamente una seguidora fiel de la moda, debo reconocer que la frase es más profunda de lo que aparenta. En mi opinión, la simplicidad, más allá del estilo de nuestra indumentaria, debería estar presente en todas aquellas decisiones que tomamos para satisfacer nuestros deseos. De otro modo, corremos el riesgo de quedar tan materialmente saturados que no dejamos espacio para cubrir aquellas necesidades sutiles que no suelen estar en la mente de nadie cuando después de citar el alimento y el cobijo, olvidan que para poder realizarnos no sólo debemos tener en cuenta nuestro cuerpo físico, sino también el mental, el emocional y el espiritual, todos ellos ineludibles para la culminación de nuestro ser, a pesar de que nos obstinemos en envenenar nuestro corazón con la retórica del consumismo o de que nos abstengamos - con todo derecho - de adscribirnos religiosamente. En cualquier caso, pienso que la actitud más prudente es la que Compte Sponville manifiesta con las siguientes palabras: “no por ser ateo voy a castrar mi alma”.

La simplicidad elegante es la austeridad voluntaria muy en la línea de la frugalidad mística  de quien se sabe parte del mundo y uno con todos y, por lo tanto, no acapara más de lo que le toca ni ignora que lo verdaderamente importante, no sólo “es invisible a los ojos” (por seguir citando clásicos, en este caso, a Saint-Exupéry), sino que existe en abundancia para todos porque mana de una fuente inagotable que aumenta su caudal cuanto más reparte. Y antes de que nadie empiece a relacionar el imperativo moral de la simplicidad elegante con la abstinencia penitenciaria, con la mortificación o con una sobriedad rígida y severa que nos impida gozar de la vida, les diré que no hay porqué avergonzarse de disfrutar siempre y cuando no lo hagamos a costa de una riqueza obscena e ignorante que basa la felicidad en la adquisición de posesiones y que nos condena a la insatisfacción eterna.

La simplicidad elegante es, al fin y al cabo, una verdadera forma de revolución silenciosa y contundente al unísono, como la que Gandhi indujo a seguir a sus compatriotas, no sólo evitando el comportamiento belicoso sino apostando por la belleza de la tela hilada con nuestras propias manos, del pan casero y, en definitiva, de la libertad que confiere el reconocimiento de que no sólo podemos ser feliz con poco, sino que no hay otro modo de serlo. Aún así, la lucha contra la miseria debe continuar, está claro, pero no ya únicamente para erradicar la pobreza del que se acuesta sin haber comido, sino también para exterminar la  pobreza del que necesita tener para ser. 

Publicado en el Diari de Terrassa el 9 de agosto de 2012

La coherencia

“No hace falta ser un mártir para ser un héroe, ni ser un héroe para ser un hombre bueno”. Estos son los versos de mi último poema, todavía inacabado, porque no me resultó tan fácil definir el mínimo común de la bondad. Hay quien piensa que para ser bueno, sólo hace falta ser coherente con los valores que, íntimamente, todos y cada uno de nosotros defendemos. Esta línea de pensamiento me parece bastante asequible. Lo más triste es que nuestra esquizofrenia moral nos lleva a actuar, en muchas ocasiones, en contra de aquello que creemos. Por eso es tan urgente reflexionar sobre la relación entre lo que pensamos y hacemos, porque quizás descubramos que estamos boicoteando nuestros ideales y que mientras criticamos a los bancos siempre en pos de mayores beneficios, incluso a costa de los derechos humanos, también nosotros invertimos nuestro dinero en cuentas que nos dan un interés mayor, así sea mediante la financiación de guerras. Ya hace mucho tiempo que Arcadi Oliveres denuncia nuestra complicidad con el sistema y también que Joan Antoni Melé, subdirector de Triodos Bank, un banco ético (ya ven, no es un oxímoron) presenta una alternativa viable.

Otros temas tan importantes como la salud o la alimentación han sido delegados a expertos y profesionales o a madres y padres que nos han transmitido lo que heredaron de una forma casi inconsciente. Por eso mismo hemos acabado por pensar que la leche de vaca es imprescindible para el crecimiento de los niños, o que ante una amenaza de gripe A conviene ir a dejarse pinchar la vacuna de la que, afortunadamente, ya nos previno la sabia Teresa Forcades. Decía Umberto Eco en su libro “El nombre de la rosa” que el saber es casi un deber, y de hecho, el mismo Código Civil declara que el desconocimiento de las leyes no exime de su cumplimiento. Lo que viene a decir que no podemos evitar la responsabilidad sobre nuestros actos, responsabilidad que, como el aleteo de la mariposa, se deja ver en los más remotos lugares del planeta. 

La compra de un filete en el supermercado, por ejemplo, ha estado precedida de una serie de circunstancias que van desde el uso de hormonas y pesticidas a la utilización de grandes extensiones de cultivo de soja transgénica, pasando por la frustración de la soberanía alimentaria de países en desarrollo, la estabulación de millares de animales en condiciones deplorables o la participación en el incremento de gases de efecto invernadero En todo caso, es cierto que no hay que alarmarse ni atrincherarse en casa tratando de no ser una molestia para el planeta. Una de las excusas más usadas para la inacción es precisamente la del maniqueísmo, es decir, la de adoptar posturas extremas tipo “o todo o nada”. 

Cuando parece que no se puede elegir entre el bien y el mal, la gente suele refugiarse en la inercia del movimiento de la masa. Lo importante, entonces, es tener presente que siempre hay alternativas “menos malas”. Igualmente conviene recordar, porque somos muy olvidadizos respecto a todo lo que implica salir de nuestra zona de confort, que cualquier viaje, se inicia con un paso (eso sí, hacia la dirección correcta). Decía Ghandi que “la diferencia entre lo que hacemos y lo que podemos hacer, cambiaría el mundo”. ¿Lo probamos?

Publicado en el Diari de Terrassa el 12 de julio de 2012